Se publica el Diario del inigualable cineasta chileno. En dos tomos de 600 páginas cada uno, son una entrada privilegiada a su obra y su vida
Un diario íntimo es una obra que nadie espera, una revelación, pero una vez que se lo lee resulta una evidencia, un fenómeno natural. Raúl Ruiz empezó el suyo en 1993, a los 52 años, y lo prolongó hasta 2011, un mes antes de morir. Quedaron 25 cuadernos. Perdió unos diez, en taxis, restaurantes y aeropuertos, y estas 1.200 páginas impresas son apenas un tercio del total.
Autor de algunas de las películas más extrañas y febriles que ha dado el cine de los últimos cuarenta años –La hipótesis del cuadro robado, Las tres coronas del marinero, Ciudad de los piratas, La lechuza ciega, Comedia de la inocencia, Misterios de Lisboa y, entre otras felices extravagancias, su adaptación de Proust, El tiempo recobrado– Ruiz fue también el autor de textos y comentarios harto singulares sobre su oficio (ver Poéticas del ciney Entrevistas escogidas).
El diario –cuyo subtítulo es “Notas, recuerdos y secuencias de cosas vistas”– consigna su desconcierto ante todos los que él era. De ambición y energía incansables, Ruiz era un prodigio de multiplicación de sí mismo, de diseminación constante y constantemente milagrosa. No asombra que haya intentado llevar diarios paralelos, cada uno con una pluma diferente. Si en el cine prefiere el triunfo de los elementos secundarios por sobre los primarios, si favorece la desbandada, es eso lo que sucede en un diario. Y si Ruiz dice “continuidad y dispersión, dos principios constantes del cine”, esas son las coordenadas del diario: breves fragmentos que acompañan el tiempo y lo fracturan, lo siembran de lagunas (donde campea el lector). Es notable hallar paralelismos entre la práctica del cine tal como la entendía Ruiz y el ejercicio del diario (dos caras de una misma mónada).
El grado de ocupación que tenía Ruiz en su vida la convertía, en efecto, en varias vidas en una. Cada ocurrencia era una idea y cada idea una película posible, u otra de las mil ideas que pliega cada una de ellas. Al margen de siestas habituales (como Ozu), sus horas de cocinero y frecuentes visitas a restaurantes japoneses –prevaleció el almuerzo a solas, hojeando libros o guiones– una buena parte del diario lo ocupa la presentación de proyectos –no pocos en diez días– para conseguir financiación. Podría pensarse que Ruiz quiso filmar tanto para poder titular como quería, para tener obras a su nombre con títulos insinuantes o evocadores.
En una de sus últimas obras, Cofralandes, oímos: “si uno quiere ser uno mismo, necesita no sólo una identidad sino varias”. Y es el diario el sitio ideal para probarlas todas, sin abandonar la máscara principal. (También lo arriesgó en Misterios de Lisboa, en la que hace pasar por novelón una autobiografía retocada). No sorprende que Ruiz hallara tanta afinidad con quien se repartió en cien nombres: “He seguido leyendo poemas de Pessoa y cada vez tengo más la impresión de que podría haberlos escrito yo”. Hacia el final lo llama, casi como una broma adicional, su alter ego.
Maniático reincidente, volvía a la cuestión desde diversos ángulos: “Ciertas obsesiones especiales, propias del chileno, como el problema de la identidad… Los chilenos no están acostumbrados a salir de sí mismos”. O bien subrayaba “la disolución de las identidades que se abordan en mis películas”. La identidad era para Ruiz –instigador de logias imaginarias– sinónimo de secreto (así como para él toda película escondía otra, secreta). En su vida, entonces, acechaban otras (como coleccionista, novelista, poeta) y de un modo análogo siempre lo tentó la posibilidad de “imaginar otros filmes, de los que el filme que vemos está poseído”.
Su veta espiritista, animista, teológica, lo guiaba hacia dobles, fantasmas, espejos, instrumentos de multiplicación suplementarios que facilitan efectos de extrañamiento. Acaso por eso, con el fin de no perder la cabeza en lo particular –lo cinematográfico, lo literario– y lo general, una vez alcanzada cierta pericia técnica, el diario íntimo puede convertirse en un mecanismo de autorregulación artística y psíquica. Sobre todo psíquica.
El subtexto de todo diario es el de líneas que esquivan –deben esquivar– la posibilidad de que el “yo” se vuelva pesado, y acaso fuera eso lo que perseguía Ruiz desdoblándose. Esa clase de proliferación, justamente, crea adicción a un diario, y un diario ajeno puede consumirse como una droga (esta viene en dosis generosas: dos gordos tomos). Como con ciertas lluvias, uno no quiere que un diario así –una vida así– se termine nunca.
Ruiz estaba tan permanentemente sobrecargado de proyectos –a la vez el diario consignaba la vida futura, lo que prometía realizarse– que uno se pregunta cómo producía, en efecto, sus películas. No es raro que algunas fueran como retazos o ecos de otras, puesto que se superponían o se retomaban a los meses para su montaje (mientras no dejaba de avanzar la redacción o discusión simultánea de guiones).
Hay momentos en que la conexión cine-literatura se vuelve juguetonamente explícita y lo que multiplica los proyectos son las lecturas: “Sabiendo que lo que leo durante la filmación suele determinar el carácter y hasta el sentido de las escenas, la elección de libros debería ser una tarea responsable. En cambio…”. Y días después: “Se me aparece una frase que hizo rabiar a algunos francesitos: ‘Mis películas son notas a pie de página de los libros que leo durante la filmación’”.
Entre los proyectos no realizados por Ruiz están Umbral de Juan Emar, la vida de Góngora, El otro lado de Alfred Kubin, Meditaciones metafísicas de Descartes, Viaje alrededor de mi cuarto de Xavier de Maistre, La vida instrucciones de uso de Georges Perec, Las manos de Orlac de Maurice Renard, Histoire des Treize de Balzac. Las que sí filmó, montó y presentó, además de demostrar que se puede hacer surrealismo lenta, clásicamente, son lo más parecido al cine propio, privado, que proyecta la literatura, para el autor y para el lector.
La proliferación y el desorden de lecturas –¿puede leer de otro modo un lector con semejante curiosidad?– era funcional a la reproducción de proyectos y a la propagación de tramas, insinuaciones y fugas en el interior de cada una de sus obras. Para Ruiz la compra de libros era el pan de cada día. Cambiaba de libro de una mañana a otra, de una hora a la siguiente. “Me saqué la tristeza recorriendo librerías de viejos”, dice en septiembre de 2001. Un lunes de noviembre de 2004 confiesa: “leyendo y acariciando libros”. ¿Cuáles? Raymond Roussel, Alberto Savinio, Jorge Teillier, Friedrich Dürrenmatt, Ezra Pound, A. N. Whitehead, David Bohm, Simone Weil, Armando Uribe, Carlo Ginzburg, Giovanni Macchia, Mario Praz, Cristina Campo, María Zambrano, ensayos sobre hermetismo, cábala, el arte combinatorio, las culturas china y árabe. Lo atraía la prosa que se forjaba en el momento: «En el restaurant Del Mónico, en Valparaíso, leyendo Umbral de Juan Emar. Regocijo y la impresión de estar siguiendo la escritura en directo, haciéndose».
Escrito a mano con un repertorio de lapiceras en permanente prueba y rotación, el diario le permitía, de paso, mantener a su trabajo del lado del artesanado. La caligrafía y el papel –suaves artes marciales– como viaje de regreso. Un miércoles de noviembre de 1993, anota: “Curiosa sensación, el encuentro directo de la mano con el papel. Casi olvidado, una especie de actividad arcaica. Pero escribir en español, castellano, es también una actividad arcaica. Me viene súbitamente a la memoria el olor del uniforme del colegio e imágenes de Santiago bajo el esmog. Y muchas cosas… En fin. La vida es lance y sus circularidades te ponen, a medida que uno avanza, frente a bifurcaciones que parecen arbitrarias”. Un jueves de octubre de 1997, apunta: “el verde de la tinta me trae de vuelta imágenes venidas de la infancia, cuando escribía con mi lapicera Waterman”.
La escena más extraordinaria del Diario se da cuando Ruiz se queda paseando solo por la casa de la madre, en Santiago, el día que ella murió. Ese viaje flotante, fantasmal, parece una puesta en abismo de su vida y su obra. Cuando murió Raúl Ruiz, murió un niño (de bigote). Su cine es un reguero de niños frágiles, enigmáticos, encantadores. “El Raulito no está”, le dijo la madre a un curioso impertinente que llamó por teléfono a su casa hace años, como si su hijo siguiera complotando en la calle con amigos después de la escuela. El mismo niño prodigio que hoy juega a hacerse el muerto y que dejó “mi infancia por venir”: horas y horas de planos filmados y palabras impresas que son una división de secretos a la vista de todos.
Diario, Raúl Ruiz. Ed. Bruno Cúneo. Ediciones Universidad Diego Portales, 608 y 616 págs.
Fuente: https://www.clarin.com/revista-enie/literatura/cine-biblioteca-circulante_0_Hk3HxzJmG.html