Este emprendedor convirtió su apellido en un icono de la industria nacional de los útiles escolares. Sobrevivió a la apertura de las importaciones, a la hiperinflación, al 2001 y a la pandemia de coronavirus. En la vuelta a clases de esta semana, las mochilas y cartucheras van cargadas con sus productos.
“Mis productos llevan la garantía de mi apellido. No me puedo dar el lujo de que alguien tire una de mis escuadras, reglas, lápices o bolígrafos porque no sirven. Me estarían tirando a mí y yo no quiero que nadie me tire a la basura”. Claudio de Pizzini tiene 84 años y 67 de esfuerzo sostenido, uno que varias veces lo llevó a la exageración. En el inicio, controlaba que cada escuadra tuviera el vértice en un ángulo exacto de 90 grados. Era una tarea manual y trabajosa: verificaba una por una. Más cerca en el tiempo, cuando importó la primera partida de correctores —esos que se usan para tapar los errores de escritura, el más conocido es el de la marca Liquid Paper— mandó a chequear su calidad. Un 2% tenía fallas y debió localizarlos.
“Eran 150.000 correctores, creeme que revisamos todos”, dice con el cuerpo inclinado hacia adelante y la cara y los ojos celestes en un gesto que tiene la voluntad de reforzar lo que acaba de decir. Es un jueves de febrero, pasadas las nueve de la mañana, en el segundo piso de la empresa que es emblema nacional en el mercado de artículos escolares, de oficina y de dibujo técnico.
Te puede interesar: La canasta escolar 2023 llega con aumentos de casi 200% y con gran disparidad de precios
De Pizzini recibe a Infobae en la sala de reuniones. A su alrededor, las paredes están cubiertas de útiles escolares. Tijeras, resaltadores, compases, transportadores, sacapuntas. Objetos cotidianos que están en las cartucheras de estudiantes a lo largo del país. Objetos que usaron generaciones de argentinos: ¿te acordás de la escuadra que guardabas hace 30 años en la mochila?
Muchos, en especial quienes entablaron con sus productos relaciones complejas, en las que había afecto y cercanía, sentimientos que despiertan seres vivos y no plásticos o acrílicos, los recuerdan. En Tik Tok o en Instagram es fácil encontrar mensajes: “Me crié en la técnica con esa marca, es lo mejor y aún conservo el tablero completo”, “Me acompañaron en la carrera, en la profesión y ahora en la educación de mí hijo. ¡Gracias por tanto!”. “Te amo Pizzini, tus productos son los mejores, te lo dice una chica que estudió en la escuela técnica”.
“La cantidad de veces que me he puesto a experimentar en vivo la devolución de los clientes. Es muy emotivo. En mis viajes por el interior, por ejemplo, en Córdoba me sentaba en una plaza al mediodía y observaba que el 90% de los tableros portátiles de los chicos que salían de una escuela técnica era Pizzini. O solía pararme frente a las góndolas para ver qué juego de geometría preferían los padres. Siempre se inclinaban por nuestros productos por la calidad. Muchos se sorprenden al enterarse de que Pizzini existe, soy yo, de carne y hueso. También les sorprende que seamos una PyME nacional”.
La marca emplea a más de 70 personas y fabrica cerca de 150.000 piezas diarias. Desde Villa Martelli, Vicente López, exportó a Estados Unidos, España, Alemania, Francia y casi toda Latinoamérica. Pero antes, ochenta años atrás, De Pizzini era un nene que crecía durante la Segunda Guerra Mundial.
En el principio
Claudio de Pizzini nació el 24 de julio de 1938 en Ala di Trento, al norte de Italia, en una familia con título nobiliario. Su infancia fue sin escuela, con una maestra particular que le enseñó a leer y a escribir mientras transcurría la guerra. Recién hacia el final del conflicto, los bombardeos llegaron a su zona. En el lago de Garda, de aguas turquesas, donde había aprendido a nadar, vio por primera vez cadáveres, cuerpos desmembrados de soldados alemanes que habían sido alcanzados por los Aliados en su huida a Alemania. Italia había quedado destruida y sus padres decidieron que ahí ya no había futuro. Debían irse.
A bordo de un barco carguero, llegó junto a sus padres a la Argentina. Era 1946, tenía ocho años. La familia recaló en un conventillo en San Telmo, donde él sufrió por primera vez un ataque de asma. La enfermedad lo acompañaría hasta su adolescencia.
A las semanas de haber llegado a la Ciudad de Buenos Aires, se mudaron a Rosario, donde residían sus abuelos maternos. Ahí vivieron en una casa muy humilde hasta que en 1948 su padre, ingeniero, fue convocado a trabajar en Buenos Aires.
“Mi padre había sido profesor del politécnico de Milán y en la Argentina se encontró con un exalumno, que era el representante de Chevrolet en el país. Este hombre le propuso hacer la primera fábrica de máquinas de escribir de Sudamérica. Se llamó EMA (establecimientos mecánicos argentinos) y se instaló en Munro. Fue nombrado director general —recuerda De Pizzini—. Hasta ese momento habíamos saltado de la nobleza en Italia a la miseria de acá. Con ese ofrecimiento volvíamos a la opulencia. De no tener nada en Rosario pasamos a tener auto, mucama y un departamento alquilado en la zona de Once”.
Pero los cambios no terminarían ahí. La vida seguiría comportándose como un electrocardiograma.
Al tiempo, la fábrica de máquinas de escribir fue comprada por Remington Rand de Estados Unidos. Su padre recibió una indemnización y abrió un taller metalúrgico, también, en Munro. Mientras tanto, el asma y la bronquitis mantenían al pequeño Claudio en cama por períodos largos.
“Me afectaba no ser un chico normal. No tenía amigos, no iba al colegio, vivía enfermo. A los 12 recién fui a la escuela y la pasé mal. Me hacían burla, era esmirriado y estaba sobreprotegido por mi madre”.
A los 13 años, un profesor de gimnasia le enseñó a respirar y, de a poco, a través del deporte —hábito que mantiene hasta hoy—, fue fortaleciendo su salud. A la escuela no volvió, rindió libre cada uno de los años. En simultáneo, empezó a trabajar. En su casa la opulencia hacía rato había terminado y el taller metalúrgico de su padre no iba bien. ”Me di cuenta que necesitaba independencia. Valerme por mí mismo. Aprendí a usar muchas de las máquinas del taller de mi padre y trabajaba con un vecino haciendo carteles de señalización, esos que dicen ‘cerrado’, ‘abierto’, ‘damas’, ‘caballeros’ o ‘prohibido pasar’”.
La escuadra como emblema
A los 16 años, entró a la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires. Enseguida se chocó con la dificultad de que no podía costearse los materiales básicos. Para la materia Dibujo Técnico precisaba un juego de escuadras que en ese momento valía $32 y de ninguna forma podía pagar.
“Me propuse hacerlas. Compré un trozo de celuloide y de ahí fabriqué el set, una de 45 grados y otra de 60. En esa época no existían los tutoriales [por Youtube], pero yo sabía que tenía el conocimiento y las máquinas para que saliera bien. El costo, sin contar el know how, fue $5 contra $32″.
Las llevó a la facultad. Un compañero las vio y le pidió otro par, luego otro y otro.
De Pizzini se dio cuenta de que había una oportunidad de negocio y llevó sus escuadras al Centro de Estudiantes de Ingeniería. Ofreció dejarlas para que las probaran y, si les interesaba, podía fabricar más. “Che, están buenas estas escuadras. ¿Podés hacer 200 juegos?”, recibió como respuesta. Salió de la reunión eufórico pero, cuando la emoción bajó, entendió que se había metido en un problema: cómo iba a hacer frente a cantidad semejante.
“Con un amigo del barrio con el que también cursaba ingeniería, Carlos Diego Fernández Areas —lo nombra en forma completa, como quien evoca a sus compañeros de colegio por la lista con la que se daba el presente—, nos asociamos. Él tenía 18, yo 17 y alquilamos un galponcito a pocas cuadras de acá. Así arrancamos”.
Tardaron dos meses en cumplir con el pedido del centro de estudiantes. El paso siguiente fue venderle a las librerías que estaban cerca de la facultad. Él compró una bicicleta inglesa. —aún la conserva, está colgada en una de las paredes de la fábrica— para cargar los celuloides y hacer los repartos. De ser una empresa de dos personas pasaron a tres y de tres a cinco, a diez.
“Cuando mi amigo cumplió 22 años, me dejó. Fue inteligente. Comprendió cuál era el negocio en la Argentina: comprar y vender, no fabricar. Yo seguí, esta es una pasión. Sin darme cuenta empecé a ser conocido. Quedé muy impactado cuando supe que en las escuelas técnicas los profesores decían a los estudiantes: ‘compren Pizzini, no otra, porque tiene la garantía del ángulo de los 90 grados’. Era así, lo controlaba yo, una por una”.
De Pizzini pide que no haya confusión. Los primeros años fueron muy duros. A veces crecía, otras veces sólo podía hacer pie. En paralelo, sus padres atravesaban otra época de carencia absoluta.
“Mi padre quebró y quedó en cero, sin un centavo. No quebró como tantos otros que dejan colgados a otras personas pero ellos no pierden un peso. Él quedó sin nada de verdad y yo con 25 años tuve que ayudarlo. Como ingeniero era muy bueno pero en la parte comercial era pe-li-gro-sí-sí-mo -dice acentuando cada sílaba-. De él aprendí lo que no se debe hacer en economía”.
La expansión
En dos décadas, pasó de fabricar escuadras de manera artesanal a modificar el mercado, sumar productos, exportar y abrir una planta dedicada en forma exclusiva a hacer mesas de dibujo. En el medio, dice, hubo varios cisnes negros.
“El experto en management Peter Drucker tiene una frase muy interesante. Él afirma que un buen CEO tiene que ser como un director de orquesta pero dirigir sin partitura, porque no siempre se puede prever qué va a pasar. Si hay un país en el que eso se cumple es la Argentina y yo me acostumbré”, argumenta Claudio.
El primer gran impacto que sufrió la empresa fue en los 70 con la apertura de las importaciones. Al mercado comenzaron a entrar escuadras de plástico inyectado que eran mucho más baratas. La forma de fabricación había cambiado para siempre: en el mundo las escuadras se hacían a través de dos operaciones, las de Pizzini demandaban 13.
Junto a su esposa Odila, con quien tiene tres hijas y una nieta, viajó a Italia. Lo hizo de modo gasolero, hospedándose en hosterías para jóvenes. Allá visitó fábricas y se interiorizó en la técnica nueva para competir con los productos importados.
“Volví y, como soy un tipo con suerte, un amigo me presentó a dos españoles matriceros que me hicieron moldes de primera calidad, pero me faltaba la máquina de inyección. Supe que en el puerto había una que alguien había traído, no había podido sacar y la compré. Hace 15 años la vendí. Era el Mercedes Benz de las inyectoras”.
Pronto, entendió que para crecer tenía que asumir riesgos. “Quería entrar a jugar en Primera y dedicarme no sólo a los artículos de dibujo técnico, así que me planteé fabricar mesas de dibujo para ingeniería y arquitectura”, dice. Otra vez cruzó fronteras y visitó las industrias que abastecían al sector. Fue un proceso gradual: al inicio importaba las mesas de Italia y fabricaba los tableros.
El primer año vendió 500. Al año siguiente invitó a profesores de Ingeniería y Arquitectura a la fábrica, les mostró el producto y regaló uno a cada uno. A fin de año había vendido 15.000. Con las ganancias invirtió en máquinas para producir en forma local.
En los 80, en otro de los cambios pendulares del país, volvieron a cerrarse las importaciones, Pizzini ya tenía la infraestructura y se convirtió en la única empresa nacional que podía fabricar sus propias mesas y tableros. Fue un boom. A pocas cuadras de la fábrica actual, se montó una planta de última generación. La marca abasteció con sus mesas y tecnígrafos a Aguas Argentinas, Ford, Volkswagen y General Motors.
El período de esplendor duró poco más de una década. La crisis siguiente vino de la mano de la tecnología. En forma concreta, con el programa de diseño AutoCAD que volvió a las mesas de dibujo obsoletas. En 1993 la planta modelo cerró. La empresa debía tomar otro rumbo y sumó, a los sets de geometría, artículos para la oficina, en especial bandejas de plástico que reemplazaron a las anteriores de madera o alambre. Más tarde se agregó la línea escolar: cuadernos, resaltadores, lápices, crayones y marcadores.
“De todas las crisis, la peor fue la de fines de 2001, principios de 2002. Siempre traté de ser bastante previsor, lo previsor que se puede ser en un país como el nuestro —aclara—. Siempre traté de adelantarme a los problemas. Pero en ese momento se rompieron todas las reglas. Pensé que quebraba”.
Recién durante la pandemia (el cisne más negro de todos) vivió algo similar. La fábrica primero estuvo parada y después achicó su producción.
“Tuvimos una pérdida económica muy importante. Fueron prácticamente dos años en los que no hubo primaria, secundaria y facultad en forma presencial. Mientras, hacíamos frente a los sueldos, con una ayuda insuficiente del Estado. Remamos muy duro, ni siquiera remamos en dulce de leche, remamos en brea”.
En estos 67 años al frente de la marca, recibió distintas propuestas de compra. La última, en 2019.
—¿Por qué no vende?
—Porque la empresa es mi primera hija y una hija no se vende.
Radiografía de la oficina de de Pizzini
En las paredes cuelgan fotos de gran tamaño y de un azul profundo. Están tomadas bajo el agua por él. Buceó en el Pacífico junto a mantarrayas de seis metros, con ballenas en Puerto Madryn, a 60 metros de profundidad en un cementerio de barcos japoneses de la Segunda Guerra Mundial.
La fotografía submarina es otra de sus pasiones. Publicó en revistas argentinas como Siete Días, Gente y Weekend, entre otras.
Una escultura de una bicicleta hecha con artículos de la marca: transportadores, bolígrafos y lápices de punta retráctil, entre otros.
Una frase del economista Philip Kotler enmarcada: “Me maravillan las empresas que han aprendido a hacer de la innovación una rutina, están construyendo el futuro”.
Una caricatura de Quino enmarcada. En el primer cuadro: un empresario vuela en una alfombra mágica, mientras habla por teléfono y dice: “Puedo asegurarle, amigo, que somos la empresa de más alto vuelo de todo el mercado”. Segundo cuadro: el empresario choca contra otro empresario que también venía volando en una alfombra mágica. Tercer cuadro: escena de un accidente, hay destrozos. Un hombre pregunta a un camillero que traslada a un herido: “Disculpe, ¿qué ocurrió?”. El camillero responde: “Nada: soberbia empresaria”.