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Don Sixto Palavecino, una figura ineludible de la Música Argentina, y el repaso de una historia llena de pasión


Allá lejos y hace tiempo, su pasión autodidacta –construyó y aprendió a tocar su violín mirando músicos– debió desarrollarse a escondidas: “Mi madre no quería saber nada, los musiqueros tenían mala fama”. Desde entonces, Don Sixto es un referente del folklore.

Por Karina Micheletto
Desde Santiago del Estero

No hace falta tener la dirección exacta para llegar a la casa de Don Sixto Palavecino: cualquier vecino sabe guiar al visitante por las calles de tierra del barrio Almirante Brown de Santiago del Estero. La casa de Don Sixto cambió bastante en el último tiempo, reformada por una arquitecta. Eso sí: el sillón de peluquería en el que el violinista ejerció el oficio que le dio de comer durante años permanece en un lugar central del living, rodeado de premios, fotos, discos, recuerdos de todo el país.

Sixto Palavecino es un vecino ilustre de Santiago del Estero. “Violinisto sachero”, se define él cuando le preguntan su oficio, echando mano de un adjetivo quichua (“sachero” quiere decir “del monte”). Alguna vez llegó hasta su peluquería Jorge Cafrune, para intentar convencerlo de que saliese de gira con él. Y, años más tarde, León Gieco, un admirador incondicional con quien Palavecino dio conciertos revolucionarios para la época: que un folklorista y un rockero venido de Buenos Aires tocaran juntos no era algo fácil de tragar para los santiagueños más tradicionalistas. Cuentan que hubo discusiones fuertes, que alguna llegó a las manos. Por toda respuesta, Don Sixto compuso una chacarera: “Anda diciendo la gente/ que Sixto ya no es sachero/ se junta con los de afuera/ ahora se ha vuelto rockero”.

Su biografía indica que es autor de más de 300 temas. Recién comenzó a registrarlos en 1966, cuando tenía 50 años y grabó su primer disco. La mayoría de sus canciones son “overitas”, como él las llama: una mezcla de quichua y español. Casi siempre las tocó junto a sus hijos, Rubén, Carmen y Haydeé. Este año, Página/12 reeditó Por qué… por quién, que cuenta con invitados como León Gieco, Peteco Carabajal, Alfredo Abalos, Elpidio Herrera y el fallecido Jacinto Piedra. Es que Don Sixto tiene “amigos del alma” como Gieco, quien cada vez que lo llama por teléfono para saludarlo insiste con que quiere ir a montar un estudio a su casa. El dice que “no va a poder ser” y dice también que tiene una sola pena: no poder tocar más el violín, descubrir que esas melodías sacheras ahora se le escapan en las trampas de la memoria. No hace falta insistir mucho para convencerlo de que abra el estuche de su violín y saque a relucir su arco. Entonces las melodías comienzan a querer aparecer, solitas. “Así es la cosa con mi violincito”, dice Don Sixto, y sonríe. Don Sixto habla en diminutivo y sonríe, muchas veces. Cuando lo hace, transmite algo de otro orden.

A los 91 años, Don Sixto sigue teniendo una obsesión: la defensa de la lengua quichua, esa que, dice, respira desde el vientre de su madre. Desde hace 36 años mantiene su programa de radio El alero quichua santiagueño, que actualmente conduce su hijo por Radio Nacional. Tras ocho años de trabajo, logró traducir el Martín Fierro a ese idioma. No le parece suficiente: junto a su hijo, ahora está trabajando en una edición bilingüe que incorpora una nueva signografía. A él no le interesa meterse en debates extendidos en esta provincia, como la forma en que el quichua llegó hasta estas tierras. “Eso es para los estudiosos, yo soy quichua hablante. He venido respirando quichua desde el vientre de mi madre, y lo hablaba en el monte, cuidando cabras, ovejas, sembrando un poquito para el consumo… Así han sido las vivencias nuestras: médico no se conocía, era la curandera nomás. Y así hemos vivido nosotros”, cuenta, y vuelve a sonreír.

–En ese paisaje del monte de su infancia, ¿cómo aparece el violín?

–Lo he hecho yo mismo con unas maderitas que he encontrado, a mis nueve años. Mi madre no quería saber nada, pero yo lo he fabricado y lo he escondido en el hueco de un quebracho añoso, en un caminito de animales, en el monte. Ahí lo tuve yo al violincito, más de un año guardado. Todos los días iba con los animales y me bajaba en el quebracho, donde estaba el violincito guardado, ahí paradito. Ese hueco del quebracho era mi estuche. ¡Ese tipo de estuche no tiene nadie en el mundo! Y yo lo he tenido en el monte. Qué bendición…

–¿Por qué dice que su madre no quería saber nada con el violín?

–Porque por ese entonces los musiqueros tenían mala fama. Se pensaba que eran tomadores, trasnochadores… Y mi madre no quería que yo siguiera esa vida.

–¿Y por qué se le ocurrió hacerse un violín y no otro instrumento, una guitarra, por ejemplo?

–En casa todos eran musiqueros, desde mi abuelito: él sí tocaba la guitarra. Pero en la zona donde yo he nacido, si en cada rancho había dos o tres hermanos, todos tocaban violín. Esa parte de Barrancas, en el departamento de Salavina, es como una islita: un lugarcito lleno de gente que tocaba el violín y le gustaba. Así como le digo. De esa manera, yo lo escuchaba desde chico. En casa había guitarras, pero yo les sacaba las cuerdas que se gastaban y se las ponía a mi violincito. Así era, bien encordadito. La primera cerda del arco la hice de la cola de un caballo.

–Al principio su mamá no quería que fuera musiquero porque era cosa de borrachines. ¿Cuándo lo aceptó?

–Una tarde, a la oración, aprovechando que los mayores estaban conversando, yo me fui a un rinconcito, en un catrecito de lona, y me tapé con una sábana. Ahí me puse a tocar el violín, cuando ellos estaban conversando. En ese espacio chiquito, que armaba levantando la rodilla, podía tocar yo. Pero resulta que me escucharon. Uno de mis hermanos me destapó la sábana y me encontró. “¿Y ese cómo llegó ahí?”, dijo uno. “De la Salamanca ay’ ser”, dijo otro. “¿Y qué sabés tocar”, me preguntaron. “De todo. Chacarera, gato…”. Me llevaron donde estaban ellos reunidos, me hicieron sentar y me pidieron que tocara una chacarera. Les toqué la chacarera. Desde esa fecha, fui el crédito de la familia. Cuando venía alguna visita ya me sacaban para mostrarles al chico que estaba aprendiendo el violín solo, sin que nadie le enseñara. Y mi sueño era aprender, saber más.

–Y si nadie le enseñó, ¿cómo aprendió?

–Porque yo escuchaba desde muy chico, prestaba atención. En los bailes, adonde me llevaban a caballo, en los rezabailes, los casamientos, las carreras, ahí me llevaban, y yo escuchaba. Llegaba, iba corriendo a pararme adonde estaban tocando el violín y me ponía a escuchar. Y ahí me quedaba hasta la hora de volver. Todo me entraba en la mente. Así que no he necesitado ni la afinación, ni que me enseñe nadie. Yo solito lo he armado, solito lo he estudiado, solito lo he aprendido, lo poco que he aprendido. Y hasta la posición del violín, la mano izquierda y la derecha para manejar el arco, lo he hecho como he podido. Cuando me mudo a la ciudad me dicen no, tiene que tener mentonera para tocar el violín, y me regalan una. Me quedaba para el otro lado, nunca pude usarla, ni cambiar mi forma de tocar. Porque he aprendido todo como he podido y en la posición incorrecta, pero no lo he querido cambiar. Lo dejé así como lo he aprendido en el monte. Por eso yo digo que no soy violinista, así le llaman a los profesionales. Nosotros nos llamamos violinistos o violineros.

–¿Cuál fue su primera actuación?

–En un baile de angelito. Se hacía cuando moría una criatura recién nacida, sin conocer el mundo, un angelito. Se le cantan los cantitos de angelito y se hace un baile para despedirlo. Y cristianamente, cuando viene amaneciendo al día siguiente, el padre lleva a caballo el cajoncito que le han hecho esa noche, con cualquier tablita que tenían, y toda la gente lo va siguiendo. En el baile del angelito se tocaba violín, guitarra y bombo. Ese día fueron a pedirme para un baile de angelito a mi hermano mayor. Ya vivíamos los docitos nomás, porque yo quedé huérfano de chico, a los 12, 13 años, y mi hermano mayor era como padre para mí. Me pidieron, él aceptó y fui a tocar allá. Toda la noche era rezar y bailar, rezar y bailar. Yo andaba con un saco prestado de mi hermano, que me quedaba como sobretodo, y tenía un pañuelito de seda, floreadito, en el bolsillo. Ese era el lujo. Ahí también tuve la primera declaración de amor de mi vida. Una chica me dijo: “Qué lindo pañuelito tenés”. “Si te gusta, te lo regalo”, le dije yo. Todo en quichua.

–¿Y cómo le fue con la chica?

–¡Hice la novia esa misma noche! Pero no me casé con ella, no.

–¿Cómo conoció a León Gieco?

–Uuuuh… Amigo del alma es ese…. Muy fiel amigo. El me invitó por teléfono a participar de un recital suyo en Santiago del Estero. Así empezó la amistad. Después me vino a buscar para De Ushuaia a La Quiaca. Y para grandes festivales que hacía él en los clubes, con la juventud, con musiqueros de otros países que también traía… Una vez, por ejemplo, vino el Chico Buarque. ¡Quería que yo le enseñara a tocar chacarera, para que hiciéramos algo juntos! Le expliqué que no se podía, porque ellos estaban de paso y con poco tiempo. Y la chacarera no es algo que se aprenda así nomás.

–¿Le queda algún sueño por cumplir?

–Seguir haciendo cosas en quichua y castellano. Pero desde que me he enfermado, he perdido un poco la memoria.

–No se nota.

–Bueno, pero fíjese que me he olvidado el repertorio, he tenido que dejar el violín. Ahora cada tanto lo agarro, muy cada tanto. A lo mejor, quién sabe…

Don Sixto abre el estuche y acepta sacar su violín para las fotos. Pero no posa. Empieza a tocar una chacarera, y otra. Recita un verso de amor en quichua, y después en castellano. Sigue tocando, y sonríe. De pronto, en el patio de su casa suena el canto de un ave. Y todo se resume en ese instante de suprema belleza.

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/3-3820-2006-09-16.html