Gabriel García Márquez nunca fue muy devoto a las apuestas, pero tenía las únicas bibliotecas del mundo donde los diccionarios eran gallos de pelea. Los compraba en las librerías, todavía mansos por el letargo de los estantes y las vitrinas, y se los llevaba a su cuarto de estudio para que fueran adquiriendo sus aires de reyerta. Sobre su escritorio, al lado de la computadora y de los borradores impresos de sus novelas, los diccionarios más curtidos se enterraban sus definiciones unos a otros como si fueran espuelas.
“Los tengo ahí para que se peguen entre ellos” confesó Gabo a sus estudiantes durante un taller de periodismo en 1998. Con su primo, el poeta José Luis Díaz-Granados, fue aún más explícito sobre aquel extraño pasatiempo: “Soy un diccionarero”, le dijo.
Este oficio de buscapleitos léxicos consistía en cotejar los significados que cada uno de sus diccionarios le daban a una misma palabra. Por ejemplo, la palabra “día”. El escritor colombiano descubrió en 1982 que el Diccionario de uso del español actual de María Moliner lo definía como si Nicolás Copérnico jamás hubiera existido: “Espacio de tiempo que tarda el Sol en dar una vuelta completa alrededor de la Tierra”. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, por su parte, también parecía decantarse por aquel geocentrismo anacrónico: “Tiempo que el Sol emplea en dar, aparentemente, una vuelta a la Tierra”. Fue el Petit Larousse, con su modestia de gallito de bolsillo, el que ganó esa vez la contienda entre tantos tomos insignes. Su definición de “día” era: “Tiempo que tarda la Tierra en dar la vuelta sobre sí misma”.
A su obsesión por fomentar trifulcas entre los diccionarios, García Márquez la llamó “una venganza contra el destino”. En su niñez, cuando vivía en Aracataca con sus abuelos maternos, el coronel Nicolás Márquez le enseñó que los diccionarios lo sabían todo y que no se equivocaban nunca. Gabo tendría unos cinco años la tarde en que fue con el coronel a un circo itinerante que había llegado al pueblo. No se impresionaron con los elefantes ni las mujeres decapitadas, sino con un mamífero de cuatro patas que tenía en la espalda una giba redonda y peluda.
— Es un camello —le dijo el coronel a su nieto.
— Perdone, coronel —intervino alguien que estaba cerca— pero eso es un dromedario.
Cuando el coronel regresó a su casa, lo primero que hizo fue buscar las diferencias entre un dromedario y un camello en un diccionario antiquísimo que tenía en su oficina. Fue después de eso que le comentó a su nieto la infalibilidad y omnisciencia de los diccionarios. Desde esa noche, García Márquez creció con el hábito de averiguar el mundo en aquellos libros repletos de acepciones organizadas en orden alfabético. Sin embargo, en algún momento de su carrera como escritor, esa devoción heredada del abuelo fue sustituida por una idea contraria: los diccionarios también se equivocan. Por eso había que foguearlos, meterlos en la gallera de las comparaciones para aprovechar lo que servía y descartar lo que no.
Así fue como Gabriel García Márquez se convirtió en eso que él llamó un diccionarero. Tenía un diccionario de ángeles y otro de aviación. Cuando quería saber cuáles eran los métodos anticonceptivos en el Antiguo Egipto o el origen de los objetos domésticos más insospechados como los anteojos o la máquina de lavar, consultaba el catálogo ¿Desde cuándo? escrito por el francés Pierre Germa. Cuando quería asesinar a uno de sus personajes y no sabía cómo, se instruía en las páginas del Writers Complete Crime Reference Book de Martin Roth. Una de las frases que dice el obispo en la novela Del amor y otros demonios, “Tenemos pruebas a manta de Dios”, sólo fue posible gracias al Diccionario de autoridades que el escritor colombiano compró para que sus personajes hablaran el castellano del siglo XVIII.
Aunque el 18 de mayo de 1982 publicó una columna en El País de España donde declaraba que su mayor placer era “encontrar las imbecilidades de los diccionarios”, su admiración por los diccionarios que valían la pena se mantuvo intacta. Tanto así que en 1997 prologó una edición del mencionado Diccionario de uso del español actual de María Moliner. No obstante, su verdadera incursión en el universo enciclopédico ocurrió en diciembre de 1987, cuando promovió desde la Fundación del nuevo Cine Latinoamericano la creación de un diccionario que tuviera toda la terminología cinematográfica en lengua castellana. Era una empresa tremenda, apenas semejante a la de José Arcadio Buendía y su máquina de la memoria en Cien años de soledad. Con ella García Márquez pretendía que los cineastas de América Latina trabajaran juntos y se comprendieran a pesar de los modismos de sus países de procedencia.
— Uno está filmando en Colombia una coproducción con Cuba, o una coproducción con Brasil. De pronto el director da una orden y el camarógrafo o el asistente, que son de otro país, no saben qué se está diciendo —le contó a la periodista cubana Lídice Valenzuela en 1987—. Sencillamente no entienden. A veces hasta se producen malos entendidos que afectan el trabajo.
Al final, las relaciones que mantuvo Gabo con los diccionarios fueron de complicidad. Jamás, sin embargo, dio el brazo a torcer si alguno de ellos le corregía una palabra que él deseaba publicar. “Tengo fuertes discusiones con el diccionario”, le dijo al periodista colombiano Daniel Samper Pizano en una entrevista de 1988 para Cambio 16, “pero por lo general termino ganando yo o haciendo mi voluntad”.
Esa voluntad podía inventar nuevas palabras si era necesario. “Condolientes”, por ejemplo. García Márquez la incluyó en El general en su laberinto cuando advirtió que en el diccionario de la Real Academia Española no existía una palabra para nombrar a aquellas personas que ofrecían sus condolencias. Existía el verbo “condoler” y el sustantivo “doliente” para la gente que recibía el pésame, pero no había uno para la que lo daba.
Libre de ataduras gramaticales, siguió escribiendo “mecedor” en sus relatos aunque sus gallos de pelea sugirieran “mecedora”. Incluso en 1997 se atrevió a proponer varias reformas al español, una de las cuales implicaba “jubilar la ortografía”. Aquello sucedió durante el I Congreso Internacional de la Lengua en Zacatecas. Gabo había sido invitado para inaugurar el evento. Lo hizo con un discurso que tituló “Botella al mar para el dios de las palabras”. Vestido como un académico más, con saco y corbata, sugirió que se firmara un tratado de límites entre la “G” y la “J”, que concretáramos bien el cuento de la “B” y la “V” y que elimináramos sin compasión la “H” rupestre que veníamos usando por nostalgia desde la Edad Media. Atrás quedaba el joven columnista de El Heraldo que en 1950 defendía la letra “X” por sus silencios oportunos y su apariencia de mujer que está abierta de brazos y piernas y despide a los barcos en los muelles con su adiós de dos pañuelos.
En la vida abundan las ironías. Es así como la realidad nos recuerda que el mundo sufre con los mismos privilegios estéticos de las novelas. En el 2005, veintidós academias de la lengua española elaboraron un diccionario para resolver problemas fonográficos, semánticos, morfológicos y sintácticos del castellano. Lo llamaron Diccionario Panhispánico de Dudas. Entre las numerosas palabras que lo componen, casi cien son ilustradas con fragmentos de la obra de Gabriel García Márquez. Este fue el gallo que dio la estocada perfecta. Ahora si al escritor se le ocurría ponerlo a pelear en la gallera habría tenido que apostar contra sus propias letras.
En la Fundación Gabo, compartimos contigo 82 palabras de este Diccionario Panhispánico de Dudas donde está presente la narrativa garciamarqueana.