En un aniversario más del nacimiento del escritor y poeta Juan Carlos Dávalos
En un canchón contiguo al reñidero está la tabeada. Siendo juego menos noble que las riñas, la taba
tiene entre los decentes sus adeptos vergonzantes. La riña es como una ciencia, la taba es como un
arte.
Depende del pulso y en parte de la cancha. Existe un canchero que prepara la tierra y la rocía de
modo que ni se haga barro ni esté dura. Los límites opuestos los marca un cordel hundido en tierra.
Dos hileras laterales de bancos de tabla son los asientos de los jugadores que esperan turno.
Reina en el corro, grande algarabía. Mientras un individuo pulsa la taba en una punta, el contrincante
aguarda el tiro en la otra.
Formúlanse las apuestas entre el tabeador y su contrario, entre el tabeador y el público, y el público
entre sí, por fas y por nefás, por cara o culo, con ventaja o sin ella: es un enredo de términos y dichos
especiales, tan claros para el profano como si fuesen griego.
En media cancha han ido amontonando el dinero de las apuestas, apretado bajo una piedra para que
no se vuele. Algunos empuñan rollos de billetes ajados y mugrientos. Los ya desplumados, se sientan
a mirar, como fascinados, el manoseo de la plata.
De varias partidas atrás, un chaqueño emponchado mantiene la taba: es un invencible. Ha pelado a
muchos. Ahora «la va derecho» con un mulatón compadre y hablador.
El invencible es un hombrón taciturno, un poco alcoholizado. Reconcentra en su juego favorito toda
su grande alma de animalote. Parece allí un toro parado en dos pies entre la tropa.
Usa enorme sombrero blanco y se alza el poncho al pescuezo para que le vean su charro cinturón de
bolivianas de plata. Va quinientos pesos a su mano.
Se escupe con calma las manos, refriega las palmas en el suelo, guiña el ojo izquierdo como si fuera
a apuntar con escopeta, mira bien la taba con el otro ojo, la blande, la sopesa varias veces, echa un
desafío mudo a la redonda. Los espectadores, atónitos, se apartan. La taba vuela: la siguen con la
vista, da tres vueltas justas y se clava.
—¡Culo!… ¡Culo clavado! ¡El primer culo!
La agitación es intensa. Algunos juran. Otros se preparan a recibir su plata. Hay quien comenta a
gritos las alternativas de aquella «mano».
El chaqueño saca un pañolón colorado y se limpia el sudor del seboso rostro. Echa luego mano al
bolsillo y paga de un grueso puñado de billetes. Ha sido un «batacazo». ¡Quinientos a la olla! ¡Jué
pucha! Pero no es nada; él puede jugar hasta diez mil pesos. Este hombre tiene quince mil cabezas en
el Chaco.
La concurrencia es de un cómico abigarramiento. Vense galeras, guantes, bastones, botas, alpargatas
y hasta patas peladas: la ancha pata pálida y roñosa del opa que atisba una moneda, del típico opa
salteño, del infaltable de todas las aglomeraciones.
Vense levitas verdinegras. Una casaca con dos botones al rabo, que muestra que en sus tiempos fué
jaquet; chalecos multicolores de una antigua moda, camisas que rebalsan y pechos pelados al
descubierto.
Tampoco se libra de la manía el turco exótico, que ladra el idioma, pero que se hace entender y
juega; ni el gringo, el delicioso gringo que masca tabaco y dice insolencias con la mayor soltura; ni
tampoco faltan el mulatillo amanerado y compadrón del centro y el honrado maestro de escuela que
viene a echar una cana al aire.
Además, en la tabeada merodea el «colero», furtivo borrachín que simula entusiasmarse por el juego
y traba apuesta con este y con el otro, para abrirse a su hora, con cualquier pretexto. Lo que le
interesa al colero es la bebida que circula a rodo, el desperdicio de las ganancias. Agradece antes de
que le brinden. Su afabilidad comunicativa es una ganzúa; su entusiasmo por el juego un taparrabo de
la impudicia.