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Jardín literario: Los regalos de Fred Devores


Mateo Booz / Santa fe Mi País

Cuando enviudé, hace tres años ya, mi situación se tornó un tanto amenazadora. No recibí de mi marido más que la casa que habito y un seguro de vida. Bien aconsejada, invertí ese dinero en cédulas del Estado que rentaban doscientos pesos mensuales. Más que por mí lo lamentaba por mi hija Carolina, muchacha soltera que necesitaba figurar. Mis dos hijas casadas, Carmen y Teresa, que residían y residen todavía en Rosario, prometieron ayudarme. Sus esposos no son hombres de fortuna, pero trabajan en el comercio y producen para sostener sin estrecheces sus hogares. No puedo quejarme de mis yernos: son dos hombres afectuosos y de excelentes cualidades. Solo les tacharía el excesivo ascendiente que permiten a sus consortes. Cada una de estas hijas me mandaba cincuenta pesos mensuales, y esa cantidad, sumada al interés de las cédulas, podía consentir una vida decorosa y frugal a dos mujeres solas, y más cuando no pagábamos alquiler de casa y los compromisos sociales no son en Santa Fe exageradamente costosos. Las morigeraciones que nos imponía la muerte de mi marido, que jamás lloraré bastante, las aceptó Carolina sin expresar dolor ni protestas. En esas circunstancias demostró ser una chica razonable. Estoy reconocida a todas mis relaciones. En aquellos primeros días de mi duelo, la espaciosa sala antigua de casa era pequeña para contener a quienes me traían sus condolencias y a veces también, sin desearlo, unos insoportables dolores de cabeza, que, naturalmente, yo procuraba disimular. Entre los visitantes eché de menos, con pesar, a Fred Devores. Fred Devores era un norteamericano dueño de una valiosa fábrica de tanino en Tartagal y que ocupaba una casa suiza de la avenida los Siete Jefes. Mi marido me habló siempre de él con cordial simpatía. Eran muy amigos y casi de la misma edad. Dos o tres veces vino a almorzar a nuestra mesa. Aunque sobrio de palabra y, dentro de la recia energía de su mirada y de sus ademanes, un hombre tímido, suscitaba un movimiento de atracción. Todo lo que sabíamos de su pasado lo supimos por una incidental referencia suya: era casado y 11 divorciado en Norteamérica y, ahora, su mujer, unida en matrimonio a un actor de cinematógrafo. Y después de diez años de no tener de ella noticia alguna, había sufrido dos días antes la sorpresa y la amargura de verla cruzar en una película cómica, recibiendo en la faz la consabida torta de merengue. Cuando Antonio —Antonio Aguirre se llamaba mi marido, de los Aguirre de Paraná— enfermó de bronco-neumonía, Fred Devores permaneció a su cabecera, noche y día, cariñoso y afligido. Asistió a la agonía y a la muerta de Antonio, con la congoja de un hermano. Él le cerró los ojos, lo amortajó y lo puso en la caja. Nuestras lágrimas se mezclaron sobre el cristal del ataúd. Al despedirse, Fred Devores me dijo: —Conozco perfectamente la situación en que coloca a usted esta desgracia. Me hará usted, señora, muy dichoso si se acuerda de mí en sus dificultades. Bastará una insinuación… Estoy dispuesto a servirla. Yo le agradecí, con los ojos turbios, un ofrecimiento que adivinaba generoso y leal, no obstante formularlo con palabras menos efusivas que el ofrecimiento de algún pariente rico de mi esposo, y del cual, íntimamente, nada esperaba yo. Debo declarar también que a Fred Devores debía un señalado favor. Un día Antonio me contó: —¿No sabés una cosa, Gloria? Fred Devores me ha insistido tanto y me ha hablado tanto de mis imprevisiones y de mis negocios complicados, que he sacado una póliza de seguro a tu beneficio. Eso acontecía tres meses antes de mi viudedad. Y, francamente, me pareció eso un dispendio inútil. ¿Quién pensaba en la muerte? Antonio, con sus cincuenta y cinco años —diez más que yo— ostentaba una vigorosa salud. Todos sus ascendientes habían pasado los ochenta. A su abuelo materno ya cumplidos los cien años lo degollaron en la revolución de López Jordán. En las muchas vigilias que pasé después, de espaldas en la cama, con mis penosas cavilaciones, medité en la importancia que revestía para mí aquella póliza. Transcurrieron algunos meses. Me alivié el luto y se lo alivié a Carolina. No juzgué sensato tener encerrada a una joven. Recordaba a algunas muchachas de mis tiempos que, por una serie de duelos sucesivos, desfloraron sus mejores años bostezando entre cuatro paredes y espiando a los transeúntes por las persianas de la sala. Volvieron al mundo ya envejecidas y malograda la ocasión de descubrir un compañero para sus destinos. ¡Pobres solteronas, víctimas de una costumbre hipócrita y cruel! Antes del primer aniversario de la muerte de Antonio, llevé a Carolina al cine, a la confitería y a las retretas de la plaza, únicos programas que brinda Santa Fe a una niña. Yo no sé si existen otras diversiones en las grandes ciudades, porque nunca he salido ni tal vez salga nunca por largas temporadas del pueblo de mi nacimiento. Sé que gentes malignas me motejaron de «la viuda alegre». Pero ¿qué importa? Merced a esos paseos Carolina ganó un novio a 12 13 mi satisfacción: Ricardo Guzmán, un muchacho de Entre Ríos, estudiante de Derecho. Mi tía Clotilde, una señora de corazón de oro, santafecina celosa de la tradición y de los linajes, me aseguró que Ricardo estaba bien emparentado en Concordia. Eso me bastaba, porque mi tía Clotilde posee una versación indiscutible respecto a los apellidos de todas las ciudades de la República, incluyendo a Montevideo y la Asunción. El noviazgo de Carolina prosperó. Empezó, como todos, con miraditas melosas y siguió con conversaciones en el cine. Después pretendieron decirse en la puerta de calle las pavaditas de estilo entre festejadas y festejantes. Me opuse. Siempre he criticado a las parejas que escogen ese lugar para sus entrevistas, imitando a las chinas del servicio. Carolina, enfurruñada, trajo a colación algunos ejemplos. Decidí entonces invitar francamente al candidato a pasar a la sala. No se hizo rogar. Cuando no íbamos al cine, lo teníamos de visita hasta que en el sosiego de la noche se esparcían las doce campanadas del Carmen. Di noticias a mis hijas casadas del noviazgo y del novio. Ellas escribieron a su hermana unas cariñosas cartas de felicitación. A Fred Devores lo veía de tarde en tarde y a la distancia. Se descubría, ceremonioso, sin detenerse. Conversé con él año y medio más tarde de la muerte de Antonio, en el Club del Orden. Se daba un baile en honor de los asistentes a la exposición rural. Fred Devores, muy gentil me condujo del brazo al ambigú. Confesome que nunca asistía él a reuniones sociales; pero esa vez debió asistir para presentar a unos estancieros, compatriotas suyos. —Y tenía la esperanza —agregó— de encontrarla a usted en la fiesta. Noté que al pronunciar esas palabras las orejas se le enrojecían. Me causó gracia. Ya cercana la aurora, Fred Devores me acompañó hasta casa. En la soledad de las calles todavía obscuras, marchábamos las dos parejas: delante, Carolina y el pretendiente; detrás, Fred Devores y yo. Solo encontramos a las solteronas Pérez Marín camino a los maitines de la iglesia de los jesuitas. Con el «buenos días» me mandaron una mirada penetrante. Seguro que, escandalizadas, sacaban cuentas del tiempo de mi viudedad. Yo, que me reconozco un poco charlatana, medio cuete, como solían decirme mis contemporáneas, hacía todo el consumo de la conversación. Fred Devores escuchaba atentamente mis trivialidades. Y de pronto, de puro disparatadora, tal vez por acreditarme de romántica, se me antojó exclamar: —¡Cómo amo el campo! Para mí no hay paseo comparable al de vivir un día al raso, llenándome los ojos de follajes y de horizontes. Después de un trecho, Fred Devores, que evidentemente había tomado al pie de la letra mis palabras, propuso que yo invitara a familias de mi relación para visitar su estancia de Tartagal. Carolina y el novio acogieron la idea con mani- 14 festaciones de entusiasmo. Y yo, aunque matando algunos escrúpulos, accedí. A la semana siguiente partimos en automóviles los excursionistas. Gocé dos días deliciosos. La casa de Fred Devores era espléndida, equipada con un lujo tan original como creo no haya ninguna en Santa Fe. Me recordaba a algunos interiores preparados para mi tocaya Gloria Swanson. Fred Devores y unos yanquis de su amistad se mostraron correctos y cumplidos. Se visitaron los contornos, se correteó por las canchas de tennis, y, después, las muchachas bailaron hasta el cansancio, al compás de una ortofónica, en los salones de la vivienda con aquellos extranjeros vestidos de smoking. Y al asomarme yo alguna vez a una ventana que caía al campo, divisé una cuadrilla de obreros del establecimiento: unos hombrones morenos y descalzos, con pollerines de arpillera, las cabezas ásperas y los bustos desnudos, espolvoreados de tanino. No sé por qué, pero cuando ellos levantaron la frente hacia donde yo estaba y de donde salía, con el tenue humo aromoso de los cigarros que quemaban los caballeros, el bullicio de la música, las risas y las alegres conversaciones, experimenté un medroso sobresalto. Los rudos individuos me turbaron con su evocación el sueño de la noche. Nada dije a mis compañeras de habitación, que lo eran Carolina, una chiquilina de Echeverri y la segunda de las coloradas González. De regreso me esperaba en casa un disgusto. En mi ausencia habían venido de Rosario, sin avisar, para sorprenderme con su visita, mis hijas casadas. Y, al no encontrarnos y saber que nos habíamos marchado con Fred Devores, las sorprendidas fueron ellas. Se volvieron. La chinita de servicio me repitió algunas frases que oyó a mis hijas. Opino que no tenían ellas ningún fundamento para aludir a su madre en esos términos un tanto desconsiderados. ¿Qué mal hacíamos con ese paseo de campo? Me manifestaron ellas en una carta su pena por un viaje inútil. Les contesté en el mismo tono cariñoso, sin develar ningún resentimiento y rogándoles que, cuando vinieran, no dejaran de anunciarse con anticipación. Pasó ese invierno. Ricardo rindió sus últimos exámenes, y asistimos a la ceremonia de la colación de grados. Todas felicitaban a mi hija por su suerte. Tenían razón. Sin desmerecer a mis yernos de Rosario, no tengo inconveniente en consignar que el actual esposo de Carolina es mi preferido. Con nuestras entradas arribábamos a fin de mes apretadamente; pero, en verdad, de muy pocos gustos nos privábamos. La contribución de mis hijas casadas llegaba puntualmente. Si no fuera así, habríamos sufrido verdaderos apurones. Pero se me planteó de súbito un problema grave. Me cobraban dos mil pesos por el asfalto de mi calle. ¿De dónde obtener esa suma? Por primera vez entré a una gerencia de banco. Me acuerdo que al pobre Antonio solían inspirarle mucha lástima las señoras que encontraba en esas oficinas. El gerente me acogió 15 con deferencia. Me daba el dinero necesario para el caso, siempre que me afianzara una firma de responsabilidad. Eran normas de la institución. Recapacité un momento y articulé el nombre de Fred Devores. —Al señor Fred Devores podemos darle todo el capital del banco —aprobó el gerente con una sonrisa. Una vez en la calle me asaltó una inquietud. ¿Estaba autorizada para pedir ese favor a Fred Devores? No dudaba que él me lo concedería de buen grado. Tenía presente su espontáneo ofrecimiento, el mismo día que enterraron a Antonio. Pero, de cualquier modo, ese paso me violentaba. Y no veía ninguna otra solución. Pedí a Ricardo, con quien había crecido mucho mi confianza, que entrevistara a Fred Devores. Y más tarde me dio cuenta de su comisión. Aquel caballero leyó el pagaré para el cual solicitaba su firma y, después de rasgarlo pausadamente en varios trozos, le manifestó: —Dígale usted a la señora Gloria de Aguirre que yo no opero en ningún banco. Es una regla inflexible que me he impuesto. Y aguarde. Pasó a una habitación interior para reaparecer y decirle a mi enviado: —Y me hará usted el bien de entregar a la señora estos bombones ingleses. Es una pequeña atención. Quedé estupefacta. ¿Qué sentido escondía esa conducta? ¿Era una burla grotesca? ¿Era una deliberada humillación para mi natural orgullo? Pero no debía intranquilizarme demasiado. Pensándolo bien, no había yo obrado de modo reprensible; de ninguna incorrección me acusaba la conciencia. Ricardo, encogiéndose de hombros, me proporcionó una explicación muy sencilla, que para mí resultaba insuficiente: —Estos yanquis suelen ser unos tipos raros… Mi primer impulso, apoyada por Carolina, fue devolver los bombones y hasta cantarle unas frescas. Pero mudé de parecer. Aun en el supuesto de que el hombre quisiera disfrazar con una extravagancia su negativa y aun cuando se arrepintiera de aquellos propósitos suyos, no me asistía a mí el derecho de olvidar su fraternal comportamiento con mi marido ni su actitud solidaria en horas de terrible prueba. Ya había realizado él bastante en mi beneficio y no tenía por qué exigirle mayor generosidad. Me dispuse a desterrar de la memoria ese suceso y reservar en lo recóndito de mi alma la desilusión. Hipotequé mi casa. Todavía me sobró dinero para un viaje a Rosario con Carolina. Mis hijas nos agasajaron y mis yernos nos hicieron conocer toda la ciudad. De retorno encontré otra caja de bombones ingleses de Fred Devores. —¡Esto sí que es curioso! —exclamé yo, asombrada. Carolina cortó mis cavilaciones: —No te hagás mala sangre, mamá. Estos gringos son así, diferentes a noso- 16 tros. Comámonos los bombones; y como si tal cosa. Sí; esa me pareció la política adecuada. Y, estando bien provista con las golosinas que Ricardo traía a menudo, se me ocurrió mandar a Carmen y Teresa las dos cajas de Fred Devores. Mis hijas me agradecieron el obsequio con frases extremadamente conmovidas. No era para tanto. Teresa me decía: «Los bombones míos estaban ricos, aunque no tan ricos como los de Carmen». No comprendí. Las dos cajas eran iguales. Fred Devores se trazó la costumbre de obsequiarme periódicamente con una caja de bombones y yo la de reexpedirlas a mis hijas de Rosario, puesto que a ellas tanto les agradaban. No estoy segura si infringía alguna de las reglas de urbanidad que rigen las relaciones de un caballero con una dama. Por si acaso, a nadie, fuera de Carolina y Ricardo, le participé esas gentilezas de Fred Devores. Por entonces me absorbieron los preparativos de la boda de Carolina. Debí enajenar una parte de mis cédulas. Aparejé a mi última hija un ajuar que ponderaron mis amigas. Sus hermanas le mandaron algunas prendas baratas y de buen gusto. Daríamos una fiestita que, aunque modesta, no desentonaría con nuestro rango social. Pusimos a Fred Devores, por su inolvidable amistad con mi marido, en la nómina de los invitados. Regaló a Carolina un cintillo de platino y brillantes, la mejor joya que posee mi hija. Asistió él al casamiento. Conversamos largamente, siempre sobre motivos desprovistos de emoción. Por cierto que no aludí al ingrato percance del pagaré. Y con referencia a sus cajas de bombones, no olvidaré este diálogo: —Siempre recibo sus cajas de bombones. ¿Para qué se molesta? —No, al contrario; es un placer para mí. Usted permitirá que le haga siempre esos insignificantes obsequios. —Bien. Usted me mandará sus bombones ingleses, que son riquísimos, solo cuando yo le mande algún plato de cocina criolla. Y así quedaremos en paz. —Pongo una condición: que los intercambios se hagan por lo menos una vez al mes. Asentí, risueña. Estimaba yo chistosa la idea de ese juego de retribuciones. Ya sola con Carmen y Teresa, alguna de las dos dijo, guiñando los ojos: —No me desazonaría completamente un padrastro yanqui y millonario, como esos que salen en las películas. Repliqué, enojada: —Me mortifican esas bromas. Les ruego que no me las hagan; les prohíbo que piensen esas cosas. —Me parece —terció la otra de mis hijas, maliciosa— que te has exaltado demasiado. Tomás el asunto a la tremenda. Creo que mi hija observaba bien. Me había exaltado más de lo discreto. En- 17 tre nosotras era una broma tolerable. Pero, no sé qué sucedía en mí. En la estación, al despedirlas, mis hijas volvieron a alabarme los bombones ingleses. ¡Qué importancia les concedían! Teresa, en un aparte, me reconvino otra vez: —La primera caja de bombones que le mandaste a Carmen era mucho mejor que la mía. No te lo perdono, picarona. La miré, medio embobada. Quedé sola en casa. No me seducía la idea de morar bajo el mismo techo de ninguno de mis yernos, aun cuando a estos los proclamo, repito, hombres bondadosos y correctos. Pero cada uno tiene su carácter. Mis atenciones sociales, ahora sin hijas casaderas, se redujeron notablemente; y me renació la afición de otros tiempos por la cocina. Y, recordando mi convenio con Fred Devores, mandaba con frecuencia a la avenida de los Siete Jefes una dulcera de limón sutil, que elaboro por la receta de una finada abuela mía, o una fuente de chatasca, o una sopera desbordada de locro, o cualquier otro manjar de la cocina criolla. Por cada uno de esos platos, venía de vuelta una caja de bombones ingleses, que iban siempre a mis hijas de Rosario, ya que ellas tanto los apetecían. Así pasó ese invierno. Carmen y Teresa suspendieron, sin explicaciones, su giro mensual. Consideraban, sin duda, disminuidos mis gastos y, de consiguiente, innecesaria su contribución. Me dicté un severo régimen de economía; la venta de una porción de mis cédulas había también aminorado mis recursos. Y fue al comenzar el verano, cuando una mañana la noticia que, rotulada con gruesos caracteres, leí en Nueva Época me llenó de estupor y de duelo. En Tartagal, durante una sublevación de obreros, había sido asesinado el industrial y colonizador norteamericano Fred Devores. En mi mente rebrotó la visión siniestra de la cuadrilla de peones taninosos y semidesnudos que me miraron asomada a la ventana por donde salía la música del baile y el parloteo de los hombres civilizados y felices. Dos días después vi bajar el féretro de Fred Devores en la estación francesa y cargarlo en la carroza fúnebre. Hice por él cuanto podía hacer: orar en intención de su alma. El brillo de algunas miradas, la expresión de algunos gestos, la remota perfidia de algunas frases me insinuaban pésames hipócritas por una segunda viudedad. ¡La cobardía y la bajeza de las gentes! Desdeñé las calumnias; y mi existencia siguió su ritmo. Guardé en el ropero la última caja de bombones ingleses de Fred Devores. Era el único objeto recordatorio que conservaba de él. A Carmen y Teresa les mandé ahora bombones de la confitería. Y me escribieron: «No te incomodes, mamá, en comprarnos bombones. Bien sabemos por qué ya no son tan exquisitos. Lo sentimos por vos». Columbré en esa esquela una venenosa mordacidad. ¿Por qué eran más ex- 18 quisitos los bombones de antes que los de hoy? ¿Por qué esos insidiosos subrayados? Fui al ropero y abrí la caja de Fred Devores. Mordí un dulce y, como si una mano misteriosa interviniera, la caja cayó y sobre la alfombra se esparcieron los bombones. Mis ojos se detuvieron, pasmados, en el fondo de la caja: allí estaba, extendido, un billete de quinientos pesos. Una repentina revelación iluminó mi espíritu y me explicó muchas cosas que fueron hasta entonces inexplicables. Cada caja de Fred Devores contenía dinero para mí, para ayudarme, silenciosamente, en mis apremios. La primera caja guardó, sin duda, los dos mil pesos que necesitaba para el afirmado. Las otras cajas, cantidades menores. Con razón a Carmen y Teresa entusiasmaban esos obsequios míos y, con razón también, creyéndome favorecida por un tercero, me suprimieron la asignación y nada aportaron para el casamiento de Carolina… ¡Malas hijas! Y un rubor de vergüenza me quemó la cara: el intercambio de platos y bomboneras pudo autorizar a aquel hombre extraño y admirable a suponerme una mujer codiciosa y audaz. Ese billete de quinientos pesos lo he entregado al Guardián de San Francisco para oficiar misas en sufragio de Fred Devores. Yo asisto a esas misas. Mis oraciones se empapan con mis lágrimas.