Jardin de Noticias

Las primeras imprentas en tiempos de conquista y colonia


Fuente: Felipe Pigna, 1810. La otra historia de nuestra revolución fundadora, Buenos Aires, Planeta, 2010, págs. 85-8

La primera imprenta en suelo americano se estableció en México hacia 1535, apenas catorce años después de la conquista del imperio azteca y cuando recién comenzaban a multiplicarse los talleres de impresión en Europa. Sin embargo, pasaría medio siglo antes de que otra ciudad americana, Lima, contase con su propio establecimiento, un verdadero privilegio del que, hacia 1660, sólo gozaban otras dos poblaciones hispanoamericanas: Puebla y Guatemala. Un punto tan estratégico para el comercio y la administración colonial como La Habana, recién entró a este círculo privilegiado en 1707; Bogotá lo hizo en 1738 y el territorio del actual Ecuador en 1754, con una imprenta instalada por los jesuitas en Ambato y luego trasladada a Quito.

Muy pocas ciudades (México y Lima, principalmente) tuvieron más de una imprenta funcionando en forma simultánea durante la colonia, mientras que muchas otras regiones debieron esperar al inicio del período revolucionario para contar con una, como fue el caso de Venezuela. La primera imprenta con que contó Venezuela tiene una historia curiosa: fue la llevada por Francisco de Miranda en su intento revolucionario de 1806, instalada provisoriamente en la ciudad de Coro y luego reembarcada al retirarse. Ese equipo, dejado en la isla de Trinidad, fue luego llevado a Caracas por dos británicos, Matthew Gallagher y James Lamb, que obtuvieron permiso de las autoridades españolas para establecerse en Venezuela como impresores. De esta imprenta comenzó a salir, en octubre de 1808, la Gaceta de Caracas como órgano del gobierno colonial.

Esta escasez de imprentas en las colonias respondía, obviamente, a la censura impuesta por la corona española y su rechazo a lo que los hombres del “Siglo de las Luces” llamaban “la ilustración de los pueblos”, es decir, que la población se educara e informara. Pero, como suele suceder, la censura muchas veces pasa más por lo económico que por lo estrictamente policial.

Desde tiempos de Felipe II, las leyes españolas fijaban pesadas penas para quienes imprimiesen, hiciesen circular o incluso tuviesen en su poder libros e impresos sin haber pasado por la aprobación oficial y eclesiástica. En el caso de las colonias, la situación se agravaba, ya que era el Consejo de Indias residente en España, y no las autoridades locales, el encargado de otorgar el permiso. El sistema para obtenerlo era complicadísimo e incluía el envío a Madrid de veinte ejemplares de cada obra para su análisis por otros tantos miembros del Consejo, que podían ordenar los cambios, supresiones o agregados que les pareciesen necesarios, o prohibir directamente la circulación. Teniendo en cuenta lo que demoraban las comunicaciones entre las colonias y la metrópoli, publicar legalmente una obra podía llevar meses e incluso años.

Si bien los libros prohibidos o no autorizados circulaban de todas formas (muchas veces, impresos en la Península y enviados a América de contrabando), lo reducido del mercado colonial, los reiterados decomisos de obras y la aplicación efectiva de las penas desalentaban una actividad ya de por sí riesgosa comercialmente. Incluso en ciudades como Lima y México, muy pocos maestros impresores lograban superar los cuatro años seguidos en su actividad.

Como en casi todos los órdenes de la sociedad colonial, el negocio sólo resultaba rentable cuando se disponía de un monopolio, por privilegio oficial, que le asegurase a la imprenta la exclusividad del mercado. Ese era el caso de la Real Imprenta de los Niños Expósitos de Buenos Aires.

Podría pensarse que otros problemas para la instalación de imprentas en las colonias eran de tipo técnico: las dificultades para la fabricación y el mantenimiento de prensas, tipos y cajas, la obtención de papeles y tintas, la formación de artesanos y operarios. Sin duda, todos estos factores incidían, pero hay al menos un ejemplo de que los obstáculos se podían salvar, si se quería hacerlo. Y lo tenemos bastante cerca, en las misiones guaraníticas que administraban los jesuitas en lo que hoy es territorio del Paraguay, la Argentina y el Brasil.

Desde su llegada a la región guaraní, los misioneros de la Compañía de Jesús habían emprendido el adoctrinamiento religioso de los pueblos originarios en su propio idioma. Como parte de esa actividad, tradujeron a lengua guaraní una serie de textos religiosos y hacia 1693 pensaron en publicarlos, para su distribución en las misiones. Tras varios pedidos al general de la orden, sin lograr que se les enviara una imprenta, el padre Juan Bautista Neumann decidió construirla con artesanos indígenas. Con su característico eurocentrismo, uno de los jesuitas escribía al general de la orden que “la imprenta, como las muchas láminas para su realce han sido obra del dedo de Dios, tanto más admirable cuanto los instrumentos son unos pobres indios nuevos en la fe y sin la dirección de los maestros de Europa”. 1

No era, claro, “el dedo de Dios”, sino las hábiles manos de los guaraníes las que habían fundido los tipos, fabricado la prensa y grabado las planchas de las ilustraciones. Entre 1700 y 1727, la “imprenta de las doctrinas”, como se la conoció, publicó una serie de libros religiosos y siguió activa hasta 1767, imprimiendo hojas sueltas, láminas y folletos. 2

 

Referencias:

1 Carta del padre José Serrano al general de la orden, enero de 1703. El padre Serrano, de la misión de Loreto, era el traductor al guaraní de las principales obras publicadas por la “imprenta de las doctrinas”.

2 Es posible que se tratase de una “imprenta volante”, es decir, transportable, como las que por entonces comenzaban a usar los ejércitos en marcha para publicar sus partes de batalla y bandos. Al menos así lo sugieren los pies de imprenta de sus producciones, que indican los nombres de distintos pueblos (Loreto, San Javier, Santa María la Mayor). Otra posibilidad es que la prensa fuese volante, mientras que cada misión tuviese su propio juego de tipografías y utensilios.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar