Por Ricardo «Tito» Gómez
Corrían los años 70 y siempre apasionado por las motos, había llegado una al pueblo que me tenía loco. Yo ya tenía una, pero esta era más grande y sabía que si la compraba la iba a poder preparar para las carreras de motos que siempre fueron mi pasión, paralelamente con la música.
Tan maravillado me tenía esta máquina, que me iba todas las noches a mirarla a la mueblería de Seiguer con un temor parecido al pánico de que nadie me la comprara.
Además, sabía, que de vender la mía podría comprarla con el dinero obtenido por esa venta a crédito porque don Seiguer ya me había financiado la primera moto y yo había cumplido con regularidad las cuotas, o sea, que tenía el crédito asegurado para la nueva.
Entonces puse un aviso en el diario y en esa espera estaba cuando me llamó Julián para que fuera a la Iglesia Las Mercedes, de mi pueblo adoptivo. A regañadientes fui y me dijo que quería que le pusiera música a un nuevo poema, ya que yo era su melodista elegido.
Entonces tomé la guitarra y le puse la música de la primera parte y me asaltaron las ganas de saber si podía concretar la operación de la moto nueva; resultado, quedó la melodía por la mitad y le dije: «me voy Julián porque tengo que hacer».
En el altillo que queda frente a la Iglesia de Las Mercedes, donde nos reuníamos todas las tardes a ensayar «Los Hijos del Paiubre», se juntaron Joaquín Sheridan, Francisco Cerimele, Carlos Núñez, Julio Cáceres y el propio Julián Zini, a tratar de completarla poniéndole el estribillo.
Después de vanos intentos, Julián dijo: «acá hay una sola salida, hay que llamarlo a Tito» y alguno de los allí reunidos le dijo: «vo´ nomá sabé que el loco va a venir, si está desesperado tratando de vender su moto». Entonces Julián con una sonrisa socarrona contestó: «vas a ver cómo va a venir».
Yo estaba plastificado al lado del teléfono esperando que me llamaran para comprarme mi vieja moto, entonces apenas sonó el teléfono, levanté el tubo y del otro lado escuché la voz de Julián que me decía: «vení rápido para acá que aquí hay un comprador para tu moto». Las cuadras que me separaban de la Iglesia eran apenas metros para mi ansiedad. Iba en la vieja moto a todo lo que daba, despreciando la aceleración, los frenos, y pensándome regresando en la nueva máquina.
Cuando llegué al altillo, le pregunté a Julián: «¡¡¿Dónde está el comprador de mi moto?!» y respondió él: «En seguida viene, fue a hacer una diligencia y ya vuelve».
Me puso una guitarra en los brazos, la letra enfrente de los ojos y encendió un grabador diciendo: «mientras tanto, terminame pues la canción que quedó inconclusa», y yo sin ninguna gana y como para que me deje de hinchar el cura, le puse la música del estribillo como al descuido, porque mi mente estaba en ese otro tema que me tenía preocupado.
Jamás imaginé que esa canción hecha como al descuido, iba a ser el clásico que me identifica en la actualidad, más que ninguna de mis otras canciones.
Fuente: Corrientes Chamamé