En los diciembres de antes, en el corazón de sus Navidades, el pueblo vestía su pura devoción con el manto celestial del villancico.
Otra costumbre linda.
Era para el tiempo cuando se cantaba y se danzaba en los pesebres.
Cuando la algarabía de los niños se perdía entre los compases de una danza que ya no se usa:
El Huachitorito.
Por aquellos días y noches inolvidables llegábamos al pesebre de doña Regina. Llegábamos y cantábamos:
«Veinticinco nació el Niño
entre la paja y el hielo».
Mientras tanto yo miraba que por el camino del pesebre y desde una cumbre imaginada descendía un tucu-tucu.
Y el cato proseguía:
«En la punta de aquel cerro
hay una casa muy linda».
Y la imaginación de los changos se iba por el Cerro San Bernando, buscando la casa que había hecho San José.
Después se hacía un alto en el canto. Y se jugaba. Juegos de prendas: Al botón, a la ensalada…
Todo con penintencias. Y era de morirse de risa cuando a las más grandecitas le daban penitencias como éstas: Que dé las doce antes de hora… que dé de comer a los pichones… que se haga el escritorio…
Muchas veces las prendas quedaban para el Niño Dios, que se moría de gusto asistiendo a la sana felicidad de los changos.
Después partía la caravana. Hacia otro pesebre.
Al despedirse dejaban la unción de un rezo íntimo y delicado. Y la maravillosa floración del villancico:
Adiós, mi Niñito,
p´al año hi volver
trayendo una rosa
y un lindo clavel.
César Fermín Perdiguero – Cosas de la Salta de Antes