El músico tucumano es un prócer del folklore argentino. Compositor autodidacta, dejó una obra –“Zamba del romero”, “Subo”, “Zamba del silbador”, entre muchas otras canciones– notable. Con lucidez y buen humor, el Chivo recuerda aquí su amistad con Manuel J. Castilla y su incursión en la riquísima bohemia salteña.
Por Karina Micheletto
Desde Tucuman
“Espero que me ayude la memoria, me siento muy viejo”, dice Rolando “Chivo” Valladares cuando se le propone comenzar a grabar la entrevista. Lo suyo es una mera formalidad: podrá tener achaques de salud, pero memoria no le falta. Al entrar a su casa, en pleno centro de Tucumán, se abre una suerte de paréntesis. Afuera siguen los bocinazos, los autos que se amontonan en esas calles angostitas. Pero eso era hace mucho. Ahora Nelly, la compañera de Rolando desde hace 59 años, encarga empanadas, invita al almuerzo. Pero antes le trae a su esposo una ginebrita con soda y hielo, la misma que siempre hace marchar pasadas las 11, “para subir la presión”. Indicación médica.
Con 88 años, Valladares es uno de los casos de fama anónima. Su obra es parte fundamental del cancionero argentino, con compañeros autorales como Manuel J. Castilla y Raúl Galán. Zambas como “Zamba del romero” o “Zamba del silbador”, retomadas en el último tiempo por tantos intérpretes jóvenes, y vidalas como “Subo” o “Vidala del lapacho” llevan su firma. Provenientes de una familia acomodada de Tucumán, tanto a Rolando como a su hermana, Leda Valladares, les hubiera correspondido otro destino como hijos de un escribano con carrera pública. Rolando eligió ser músico y guitarrista autodidacta, habitante de la bohemia salteña que lideraban hombres como Leguizamón y Castilla.
Valladares recuerda con nitidez sus andanzas de juventud junto a su amigo Manuel J. Castilla. De un viaje iniciático a Salta, a principios de los ’50, nació la “Zamba del romero”. “Fui a la casa de Castilla y mi amigo me sacó para hacerme conocer el romero. Y ya que habíamos salido, seguimos saliendo… y volvimos como a las cinco de la mañana”, cuenta. “Anduvimos por ahí, festejando con sus amigos. Con cada uno que encontrábamos tomábamos un vaso de vino… ¡Calcule cómo llegaba yo, que era tomador, pero al lado de ellos era un medido! Era la primera vez que iba a Salta, y me encontré con semejante desbarajuste que hacían ahí. Cuando volvimos a lo de Manuel salió la zamba, sin ningún problema. El hizo la letra y yo le puse música en el acto. Y así la hicimos, en media hora. Yo estaba preocupado porque íbamos a despertar a toda la familia. Claro, no sabía que en la casa de Castilla siempre se tomaban esa libertad, se vivía a cualquier hora. La mujer ya no le hacía problema. Porque sabía que ahí estaba la vida de él. Ahí era donde mostraba sus poesías, y donde las juntaba con la música. Ese es el misterio de la composición.”
–¿A qué se refiere?
–A esa conjunción que debe haber entre música y letra, como una danza que tienen que seguir las dos, sin perder el compás en ningún momento. Hay letras que son mejores que la música, y al revés. Es difícil conseguir que mantengan un equilibrio durante todo el desarrollo de una canción. Ahí está el secreto de la composición: en darles vida y emoción a las cosas que se conjugan. Después, la interpretación tiene otros secretos. Lo primero que les digo a los chicos es que aprendan a escuchar lo que van a cantar. Hay que desentrañar el sentimiento, que a veces no está muy a flor de piel, y agregar la expresión emocional adecuada a lo que se canta. Si no, todo suena igual. Es una voz de plástico, no dice nada. El canto es algo trascendente, algo que no sucede todos los días. La verdadera canción no sale así nomás. Todos los compositores tienen su canción especial.
–¿Cuál es la suya? ¿Cuál es la que más le han interpretado?
–Cada una tiene una cosa distinta. Sabe qué pasa, yo nunca he andado ofreciendo la música como empanadas. El que se interesa, bien. Porque mostrar una canción es como mostrar un hijo: el mismo padre no puede andar diciendo “qué lindo, qué inteligente”. Las sensaciones son personales.
–¿Qué opinaba su padre, que era escribano, sobre su vocación de músico?
–Por aquel entonces tocar la guitarra era como desafiar a la mayoría de la gente: no era algo aceptado, era cosa de borrachos. Pero mi padre me comprendía, porque también era poeta, tocaba la guitarra y cantaba. La música venía de familia. El hermano de mi padre también cantaba algunas cosas criollas con un dúo. De mis hermanos, el mayor, Hugo, que era escribano del gobierno, fue el único que no incursionó en la música, aunque le gustaba. Luego Leda fue trotamundos, se fue a Europa, a Centroamérica. Incursionó con el canto y de joven hacía música de jazz con un trío. Ella sí estudió música, y también fue profesora de Filosofía y Letras, dictó cátedras en Costa Rica.
–¿Tocaban juntos con su hermana Leda?
–Por ahí en alguna reunión familiar, o cuando venían visitas como Ariel Ramírez, que era muy amigo de la familia, o el Mono Villegas. Pero no exactamente juntos, porque ella tocaba jazz. Mi hermana era amiga del Pulga Abalos (Adolfo), que en esa época también hacía jazz, venía mucho a casa. Fue un año que nos mudamos a Santiago del Estero por un ataque de paludismo que había en Tucumán, yo tendría unos 16 años. Fuimos allá porque teníamos parientes santiagueños. El apellido de mi madre, Frías, es el de los fundadores de ese pueblo de Santiago.
El niño de la contravención
Hay una imagen que obsesiona a Rolando Valladares cuando rememora su infancia. En esa imagen, que vuelve a su recuerdo como una foto molesta, él está en primer grado y luce sus rulos rubios, sus ojos azules y se lo observa vestido con un trajecito a lo Luis XVI. En una escuela pública de Tucumán, ese aspecto, distinto al de todos los demás, provocaba las burlas inmediatas de los compañeros. “Mi madre no escuchaba mis súplicas para que no me vistiera más así, no aceptaba mis reclamos lógicos”, se lamenta Valladares, y vuelve a ser aquel niño en la queja: “Era una cosa tremenda cómo me hacían burla. Yo no sabía pelear, pero me tenía que defender. Así que siempre volvía a casa con problemas porque había trompeado a uno o a otro. Lo que más bronca me da es que si yo aporreaba al otro, la maestra me sermoneaba a mí, y si el otro me aporreaba a mí, me tenía que aguantar. Armé cada trifulca… Una vez casi lo mato a un chico. Me cansó, dije: a este lo vu’a agarrar. Me le fui al humo y lo agarré con el cuerpo, le daba la cabeza contra el suelo. Lloraba yo, al otro no le daba tiempo a llorar. Estaba transformado…”.
–Ya era rebelde.
–¡Me hicieron rebelde!
–¿Por qué?
–Porque todo lo que hacía estaba mal, todo era contravención. Como era zurdo, agarraba la tiza con la izquierda y no estaba permitido. Se burlaban de mí. ¿Cómo podía ir a la escuela así?
A Valladares lo echaron en primer grado de la Escuela Sarmiento, que pertenece a la Universidad de Tucumán y siempre tuvo un perfil de avanzada. Pero dejó su huella: según él, después de su expulsión, el colegio dejó de ser mixto. Hasta el día de hoy, sólo admite mujeres. El niño Valladares siguió recorriendo colegios, hasta llegar a uno de curas, el Sagrado Corazón.
–¿Y ahí se enderezó un poco?
–¡No! Me peleaba con los curas también. Una vez uno me tiró rodando de la escalera. Era un cura que cantaba en francés, y a mí me hacía gracia cómo cantaba. Un día no pude contener la risa, el cura me agarró y me tiró por la escalera del colegio. Caí como de siete metros de altura. Menos mal que como la casa de mi padre era de dos pisos, con escalera, yo ya estaba acostumbrado a rodar: con cuatro saltos bajaba una escalera de treinta peldaños. Creo que esa práctica me salvó la vida.
–¿Se siente reconocido dentro del folklore?
–Yo no pretendo que me reconozcan. Si analizo la situación, ha habido tantas cosas tan enormes, tan inesperadas, tan transformadoras, que ni siquiera la imaginación del hombre puede abarcarlas. No solamente en la historia de la música. Mientras tanto, nadie ha advertido los mundos emocionales en un montón de seres. Pero no podría haber sido diferente: ha sido tal el batifondo, que no ha habido lugar para muchas cosas. Por ejemplo, la bomba atómica. ¿Qué puede ser la cuestión emocional que yo he tenido ante semejante cosa?
–¿De chico soñaba con transformarse en un referente del folklore?
–Nooo. Yo quería ser boxeador. O herrero.