Por Beatriz Actis
El Viejo vivía en el Alto Verde, solo como un fantasma en el extremo más alejado y más deshabitado de la isla.
Algunos dicen que estaba solo porque la mujer y los hijos se habían ahogado cuando la inundación les llevó el rancho, y otros cuentan algo parecido que también tiene que ver con el castigo del agua: la familia cruzaba en un bote desde el Alto Verde hacia el puerto de Santa Fe cuando la correntada les volteó la pequeña embarcación y los remolinos del río se los tragaron para siempre.
El río a veces se pone bravo, feroz, sobre todo cuando la crecida lo hace arrastrarse con fuerza y con maña, y hasta los camalotes pasan y parece que van volando sobre el agua. Pueden verse desde la orilla y son unos manchones verdes que viajan velozmente en el medio del río y muchas veces llevan serpientes y alimañas, y hasta una vez —los curas franciscanos lo juran— se apareció un tigre que venía desde el norte, desde el monte chaqueño, parado sobre un camalote se acercó a la costa, el tigre saltó a tierra firme, llegó al convento de San Francisco y se escondió entre los altares.
La huella de su zarpazo está todavía marcada en una de las barandas de madera, cualquiera puede verla: la huella del tigre que llegó con la inundación hasta el puerto de Santa Fe viajando kilómetros y kilómetros por el río en medio del camalotal.
Por eso parece que el Viejo se había quedado solo, porque la mujer y la descendencia se le habían ahogado en el río poblado de camalotes, y por eso parece que —debido a la tristeza— de a poco se había ido alejando de la gente, y si ya antes de la tragedia era un hombre solitario y de pocas palabras, después de la tragedia se volvió más hosco todavía y se dio a la bebida.
Hay quien comenta además que se volvió cruel en la caza —que al principio solo había practicado para sobrevivir— y después quedaría demostrado que esa crueldad sería pagada con su vida.
Cuando el Viejo volvía de cazar carpinchos o cuando muy de vez en cuando se llegaba hasta el pueblo para cambiar los cueros por yerba y por azúcar en el boliche, se oía resonar en medio de la brisa el galope de un caballo zaino.
Se escuchaba el trote del zaino entre las ramas y los yuyos altos de los senderitos salvajes de la isla, y al Viejo azotando con el látigo el camino y el caballo, como si estuviera castigando al paisaje, como si creyera que la naturaleza había tenido la culpa de su destino.
Una noche, cuando volvía del boliche acicateando al zaino con su fusta violenta —y el zaino era una ráfaga de furia en medio del monte, las crines brillando con la luna— el Viejo debe haberse mareado, debe haberse acordado con insoportable dolor de su familia muerta, debe haberse abandonado al olvido y al vértigo de la borrachera.
Cruzaron jinete y caballo con rapidez vengadora debajo de un grupo espeso de ceibos, timbóes y sauces llorones, y la rama baja de uno de los árboles, gruesa como un tronco, le arrancó la cabeza de un solo golpe.
La cabeza del Viejo quedó penando entre las raíces añosas del árbol, que se asomaban sobre la tierra, y la cabeza parecía una piedra al costado del camino, un nido de hornero derrumbado, un gran fruto maduro caído y perdido para siempre.
Algunos dicen que fue el castigo del Gran Carpincho Blanco que protege a su especie en las islas invadidas por los cazadores furtivos, y que vuelca su venganza sobre los que cazan en demasía o fuera de época o que lo hacen salvajemente y matan a las crías.
Pero el Gran Carpincho Blanco nunca podrá ser cazado, también dicen, y si alguien llega a herirlo, solo encontrará en el lugar un reguero de sangre, nunca su cuerpo, y a los cazadores que sigan el rastro de sangre lo harán perderse en los esteros más alejados. Los esteros de los que nunca se vuelve.
Cuando a la madrugada un vecino encontró al zaino andando sin rumbo por lugares cercanos a la costa, sudoroso todavía, las riendas colgando al costado del cuerpo, supuso lo peor y salió a buscarlo al Viejo. Encontró su cuerpo decapitado al lado del montecito tupido, pero la cabeza no estaba. ¿Se la habría llevado el Carpincho hacia el lado oscuro de los esteros? ¿Se la habrían devorado las hormigas coloradas, los rapaces o las aves nocturnas?
Lo enterraron al lado del rancho —que ahora es tapera—, le clavaron sobre la tierra removida del sepulcro una cruz construida con ramas de sauce, y se acordaron para siempre del misterio del jinete sin cabeza, contando su historia a los hijos, y estos a los suyos, y estos, también a sus hijos.
Se dice que durante largos días y despiadadas noches pudo verse al zaino deambulando perdido en los alrededores de la tumba, y que después de un tiempo —de algún modo misterioso y fugaz— su presencia se esfumó como si se lo hubiese llevado el viento o si se lo hubiera tragado la tierra.
A veces, en el Alto Verde se escucha en el medio de la noche un chasquido seco que no es pájaro ni corriente del río ni viento ni ruido de cristiano.
Se sabe entonces que es el Viejo que pasa galopando, que zumba con el caballo y que azota otra vez, eternamente, su cabeza contra la rama baja, y que la rama desgarra una vez más, y para siempre, la cabeza de arriba de sus hombros.
Se sabe que es el Viejo sobre el zaino, convertido en ánima en pena, que vuelve a buscar la cabeza que no tiene; que es el Viejo que no duerme tranquilo porque el Carpincho se ha vengado aun más allá de la muerte, robando su cabeza y llevándola al estero del que no se vuelve.
Se sabe en el Alto Verde, y se sabrá hasta el fin de los días, que es el Viejo que quiere encontrar la cabeza para descansar en la costa —el cuerpo completo, el alma sin heridas— cerca de las tumbas en sombra de su mujer y sus hijos que se ahogaron en el río.