Por Mamerto Menapace
Lo del casorio de la Ruperta, dicen que fue así. Ella trabajaba de maestra en el colegio de las monjas
donde ibas su sobrina. Antes de comenzar sus horas de clase solía hacer una disparada hasta la capilla
para satisfacer sus devociones. Y de paso, tratando de que nadie la viera, le hacía un saludito a San
Antonio, que desde su hornacina atendía los pedidos referentes a su especialidad. La verdad que nunca se
lo rezó en forma demasiado confesada. Pero con el saludo de la Ruperta, seguramente el santo
comprendía los sobreentendidos que se contenían.
El que sí convertía su rezo en n pedido explícito, era quien sería su futuro esposo. Cada mediodía,
cuando acababa su trabajo, no dejaba de arrimarse hasta la capilla del colegio, y sin rubor alguno se iba
derecho a San Antonio y masculinamente, sin vueltas, le suplicaba le diera una manito para conseguir
compañera. Ya tenía la casita terminada, y casi cumplidos los cuarenta. No podía darse el lujo de
entretenerlo a San Antonio con indirectas. Por eso su súplica era muy concreta, y el tiempo la había
vuelto insistente:
-¡San Antonio Bendito, consígueme novia!
La plegaria como digo, se fue volviendo insistente, y terminó por ser casi agresiva. Porque el hombre
estaba dispuesto a pagar cualquier precio, con tal de ser escuchado. Prometió velas, le compró flores, le
ponía plata en la alcancía. Y sobre todo le rezaba. Oración que se prolongaba en cuanto al tiempo y se
intensificaba respecto al contenido. Al final ya se transformó en algo que tenía bastante de súplica, y
mucho de amenaza.
Un día la cosa tenía que explotar. Porque aparentemente el santo se mantenía imperturbable, sin
siquiera dignarse responder a su devoto peticionario. Firme en su hornacina, no decía ni sí ni no.
Simplemente lo miraba con sus celestes ojos de vidrio, como atendiendo sin comprender la pena del
pobre hombre. La pena un día se hizo rabia, y ésta estalló. Poniéndose de pie frente al santo lo tomó de la
sotana y levantándolo en peso le pegó una sacudida, mientras le decía:
-¿Me vas a escuchar, o no vas a escuchar de una buena vez? ¿Hasta cuándo, me vas a tener penando?
Un día voy a perder la paciencia y te voy a tirar por la ventana, santo y todo como sos.
Asustado casi por su propia irreverencia volvió a colocar la imagen de madera en su lugar, esperando
que su actitud hubiera impresionado al santo. Pero al día siguiente todo estaba igual. Y esta vez la cosa
fue en serio. Porque luego de la sacudida, literalmente el santo fue tirado con violencia por la ventana alta
de la capilla que daba al patio. Justo en el momento en que Ruperta abandonaba el aula para regresar a su
casa. Tan justo fue, que la imagencita así arrojada fue a estrellarse contra la espalda, provocándole un
susto mayúsculo. Al descubrir la causa, recogió la imagencita, y hecha una fiera entró como tormenta en
la capilla. Se dirigió enérgicamente donde esta el pobre hombre, que asustado no sabía qué hacer. No
había sido esa su intención. Pero lo mismo tuvo que escuchar el tremendo chaparrón que se le descargó
encima.
Apagado el fuego inicial, vino la parte referente a las disculpas y excusas, luego la de la reconciliación
y finalmente la de las confidencias. Al mes ya estaban semiarreglados. Al poco tiempo la cosa ya era algo
en firme.
La mañana en que se casaron en la capilla del colegio de las monjas, cuando salían tomados de la
mano y bajo los arpegios del armonio familiar, instintivamente ambos miraron hacia la imagencita del
santo. Y hubieran jurado que éste les había guiñado el ojo.
Fuente: Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande.