De Cuentos policiales argentinos, Editorial Alfaguara, Buenos Aires,
Junio 1997.
Don Frutos Gómez, el comisario de Capibara-Cué, entró en su
desmantelada oficina haciendo sonar las espuelas, saludó cordialmente
a sus subalternos y se acomodó en una vieja silla de paja, cerca de la
puerta, a esperar el mate que uno de los agentes empezó a cebarle con
pachorrienta solicitud.
Cuando tuvo el recipiente en sus manos, succionó con fruición por la
bombilla y gustó del áspero sabor del brebaje con silenciosa
delectación.
Al recibir el segundo mate lo tendió cordial hacia el oficial sumariante
que leía, con toda atención, junto a la única y desvencijada mesa del
recinto.
—¿Gusta un amargo?
—Gracias… —respondió el otro—. Sólo lo tomo dulce.
—Aquí sólo toman dulce las mujeres… —terció el cabo Leiva con
completo olvido de la disciplina.
—Cuando quiera su opinión se la solicitaré… —replicó fríamente el
sumariante.
—Está bien, mi oficial… —dijo el cabo y continuó perezosamente
apoyado contra el marco de la puerta.
Luis Arzásola, que hacía tres días había llegado desde la capital
correntina a hacerse cargo de su puesto en ese abandonado
pueblecillo, se revolvió molesto en el asiento, conteniendo a duras
penas los deseos de «sacar carpiendo» al insolente, pero don Frutos
regía a sus subordinados con paternal condescendencia, sin reparar en
graduaciones, y no quería saber de más reglamentos que su omnímoda
voluntad.
Cuando él, ya en ese breve tiempo, le hubo expuesto en repetidas
ocasiones sus quejas por lo que consideraba excesiva confianza o
indisciplina del personal, sólo obtuvo como única respuesta:
—No se haga mala sangre, m’hijo… No lo hacen con mala intención
sino de brutos que son nomás… Ya se irá acostumbrando con el
tiempo.
Para olvidar el disgusto siguió leyendo su apreciado libro de
psicología y efectuando apuntes en un cuaderno que tenía su lado,
pero la mesa, que tenía una pata más corta que las otras, se inclinaba
hacia ese costado y hacía peligrar la estabilidad del tintero que se iba
corriendo lentamente y amenazaba concluir en el suelo. Para evitar tal
contingencia tomó un diario, lo dobló repetidas veces y lo colocó, para
nivelar el mueble, debajo del sostén defectuoso. Luego siguió con la
lectura interrumpida.
—¿Qué pa está aprendiendo, che oficial? —preguntó el agente
mientras esperaba el mate de manos del comisario.
—Psicología.
—¿Y eso para qué sirve?
—Para conocer a la gente. Es la ciencia del conocimiento del alma
humana.
El milico recibió el mate vacío, meditó unos segundos y concluyó
sentenciosamente:
—Para mi ver eso no se estudia en los libros… Para conocer a la gente
hay…
Vaciló un momento y afirmó:
—… hay que estudiar a la gente.
Después se acercó al brasero que ardía en un rincón y empezó a llenar
la calabaza cuidando que el agua no se derramara y que formara una
espuma consistente.
En eso estaban cuando Aniceto, el mozo de la carnicería, entró
espantado:
—¡Don Frutos!… ¡ Don Frutos!…
—¿Qué te ocurre hombre? —contestó el aludido y empezó a
levantarse.
—Al tuerto Méndez…
—¿Sí?
—Lo han achurao sin asco… Recién cuando le fui a llevar un
matambre que había encargao ayer, dentré a su rancho y, ¡ánima
bendita santa!, lo encontré tendido en el suelo, boca abajo y lleno de
sangre…
—¿Seguro pa de que estaba muerto, chamigo?
—Seguro, don Frutos… Duro, frío y hasta medio jediendo con el calor
que hace…
—Güeno, gracias, Aniceto… andate nomás…
—¡Hasta luego, don Frutos!
—¡Hasta luego, Aniceto!… —respondió el funcionario y volvió a
sentarse cómodamente.
El oficial, que había dejado el libro, se plantó frente a su superior.
—¿Qué pa le pasa, m’hijo?
—¿No vamos al lugar del hecho, comisario?
—Sí, en seguidita…
—Pero… ¡es que hay un muerto, señor!…
—¿Y qué?… —contestó el viejo ya con absoluta familiaridad—
¿Acaso tenés miedo de que se dispare?… Dejame que tome cuatro o
cinco matecitos más o de no se van a desteñir las tripas.
Cuando después de una buena media hora arribaron al rancho de las
afueras donde había ocurrido el suceso, ya el oficial había redactado in
mente el informe que elevaría a las autoridades sobre la inoperancia
del comisario, sus arbitrarios procedimientos y su inhabilidad para el
cargo. Creía que era llegada la ocasión propicia para su particular
lucimiento y para apabullar con sus mayores conocimientos los
métodos simples y arcaicos del funcionario campesino Lo único que
lamentaba era haber olvidado en la ciudad una poderosa lupa que le
hubiera servido de maravilloso auxiliar para la búsqueda de huellas.
Apenas a unos pasos de la puerta estaba el extinto de bruces contra el
suelo.
—¡Andá!… —ordenó el comisario al cabo Leiva—. Abrí bien la
ventana pa que dentre la luz.
Éste lo hizo así y el resplandeciente sol tropical entró a raudales en la
reducida habitación.
Don Frutos se inclinó sobre el cadáver y observó en la espalda las
marcas sangrientas de tres puñaladas que teñían de rojo la negra blusa
del caído.
—Forastero… —gruñó.
Luego buscó un palillo y lo introdujo en las heridas. Finalmente lo
dejó en una de ellas y aseveró:
—Gringo…
Se irguió buscando algo con la mirada y, al no encontrarlo, dijo al
cabo:
—Andá, sacale las riendas al rosillo que es mansito y traémelas…
Cuando al cabo de un momento las tuvo en su poder, midió con una la
distancia de los pies del difunto hasta la herida y, luego, haciendo
colocar a Leiva a su frente, marcó la misma sobre sus pacientes
espaldas. En seguida alzó un brazo y lo bajó. No quedó satisfecho, al
parecer y, poniéndose en puntas de pie, repitió la operación.
—¡Ajá!… —dijo—. Es más alto que yo, debe medir un metro ochenta
más o menos…
Inmediatamente inquirió de su subordinado:
—¿Estuvo el Tuerto ayer en las carreras?
—Sí, pero él pasó la tarde jugando a la taba.
—¿Y le jue bien?
—¡Y de no!… ¡Si era como no hay otro pa clavarla de vuelta y media!
¡Dios lo tenga en su santa gloria!… Ganó una ponchada de pesos… Al
capataz de la estancia, a ése que le dicen «Mister», lo dejó sin nada y
hasta le ganó tres esterlinas que tenía de ricuerdo; al Ñato Cáceres le
ganó ochenta pesos y el anillo’e compromiso.
—Güeno, revisalo a ver si le encontrás plata.
El cabo obedeció. Dio vueltas al cadáver y le metió las manos en los
bolsillos, hurgó en el amplio cinturón y le tanteó las ropas.
—Ni un veinte, comesario.
—A ver, vamos a buscar en la pieza, puede que la haiga escondido.
—Pero, comisario… —saltó el oficial—. Así van a borrar todas las
huellas del culpable.
—¿Qué güellas, m’hijo?
—Las impresiones dactilares.
—Acá no usamos de eso, m’hijo. Tuito lo hacemos a la que te criaste
nomás…
Y ayudado por el cabo y el agente, empezó a buscar en cajones,
debajo del colchón y en cuanto posible escondite imaginaron.
Arzásola, entre tanto, seguía acumulando elementos con criterio
científico, pero se encontraba un poco desconcertado. En la ciudad,
sobre un piso encerado, un cabello puede ser un indicio valioso, pero
en el sucio piso de un rancho hay miles de cosas mezcladas con el
polvo: recortes de uñas, llaves de latas de sardinas, botones, semillas,
huesecillos, etc.
Desorientado y después de haber llenado sus bolsillos con los objetos
más heterogéneos que encontró a su paso, dirigió en otro sentido sus
investigaciones.
Junto a la puerta y cerca de la ventana encontró una serie de pisadas
y, entre ellas, la huella casi perfecta de un pie.
—¡Comisario!… —gritó—. Hay que buscar un poco de yeso…
—¿Pa qué, m’hijo?
—Para sacarle el molde a esta pisada. El asesino estuvo parado aquí y
dejó su marca.
—¿Y pa qué va a servir el molde?
—Porque gracias a una ciencia que se llama Antropometría —
respondió despectivamente y como dando una lección— de esa huella
se puede deducir la talla de su dueño y otros datos.
—No te aflijas por eso… El criminal es gringo, más o menos una
cuarta más alto que yo, y dejuro que ha de estar entre la peonada’e la
estancia’e los ingleses…
—¡Pero…! —se asombró el oficial.
—Ya te explicaré más tarde, m’hijo. Estoy seguro que el tipo estuvo
en la cancha’e taba y vio cómo el Tuerto se llenaba de plata, después
se le adelantó y lo estuvo esperando en el rancho. Quedó un rato
vichando el camino desde la ventana y después se puso detrás de la
puerta. Cuando el pobre dentro le encajó una puñalada y en seguida
dos más cuando lo vio caído…
—Así es, don Frutos… —asintió el cabo—. Se ve clarito por las
pisadas.
—Al verlo muerto le revisó los bolsillos, le sacó tuitas las ganancias y
se fue… Pero ya lo vamos a agarrar sin la Jometría esa que decías…
En seguida, dirigiéndose al agente que lo acompañaba, ordenó:
—Andate a lo del carnicero y decile que te dea un cuero de vaca y te
emprieste el carro. Lo traés al Aniceto pa que te ayude, lo envuelven
al finao y lo llevan a enterrar… El pobre no tiene a nadies que lo llore.
Cuando venga el Paí Marcelo pa la Navidá, le haremos decir una
misa…
—Está bien, comisario…
Inmediatamente se volvió al oficial y al cabo y dijo:
—Ahora vamos pa la estancia… Se me hace que el infiel que hizo esta
fechuría debe de estar allí.
La estancia de los ingleses se encontraba más o menos a media legua
del pueblo. Además del habitual personal de servicio y peones, había
en ella unas dos docenas de obreros trabajando en la ampliación de
una de las alas del edificio.
Interiorizado el administrador del propósito que los llevaba, hizo
reunir, frente a una de las galerías, a todo el personal. Hombres de
todas clases y con los más diversos atavíos se encontraron allí.
Algunos con el torso desnudo brillante de sudor porque el sol ya
empezaba a hacerse sentir, otros en camiseta, blusas, camisas de
colores chillones, un inglés con breeches, un español con boina, un
italiano con saco de pana, etc.
—Poné a un lado a los gringos y a los otros dejalos ir… —dijo don
Frutos al oficial, después de pasar su mirada por el conjunto, y se
sentó con el dueño de casa a saborear un vaso de whisky.
Arzásola, a su vez, trasmitió la orden.
—Los extranjeros que avancen dos pasos al frente.
Una decena de hombres se destacó de la masa. El oficial, entonces,
dirigiéndose a los otros, exclamó:
—Ustedes pueden retirarse.
Correntinos, formoseños, misioneros y de algunas otras provincias del
norte se alejaron murmurando entre dientes o contentos de verse libres
de la curiosidad policial.
De pronto el cabo Leiva se adelantó hacia un mocetón de pelo hirsuto
y tez cobriza que había quedado con los demás.
—Y vos, Gorgonio, ¿qué hacés aquí?
—El oficial dijo que se quedásemos los estranjeros, pues…
—¡Qué pa vas a ser estranjero vos!… Usté sos paraguayo como yo,
chamigo… Estranjero son los gringos, los de las Uropas… ¡Andá de
acá y no quedrás darte corte! Y así diciendo, lo sacó a empellones de
la fila.
Don Frutos, entonces, se acercó a los restantes y después de
observarlos, dijo:
—Los dos petisos de la esquina y ese otro de boina pueden irse
nomás…
Frente a él quedaron el inglés, un par de italianos, dos españoles y un
polaco.
—A ver… —continuó—, muéstrenme la cartera o la plata que tengan.
En cinco manos callosas aparecieron carteras grasientas o pesos
arrugados.
El inglés, sin inmutarse, advirtió:
—Mí no tener una moneda…
Al oírlo, Arzásola se acercó a don Frutos y le dijo suavemente:
—Está mintiendo, me parece… Debe ser él y seguro ha escondido lo
robado. Lo habrá hecho para recobrar sus esterlinas…
—No… —le respondió el superior—. Ese no puede ser… Mirále a los
pieses…
El inglés permanecía firme y estático mientras los otros, inquietos, se
asentaban ora sobre un pie, ora sobre el otro.
—¿Ves, m’hijo? El «Míster» puede estarse mucho tiempo sin moverse,
mientras el que estuvo allá dejó el suelo como pisadero para hacer
ladrillos…
Se acercó a los hombres silenciosos y les revisó el dinero sin decir
palabra.
Se retiró unos pasos atrás y dijo al oficial:
—El polaco, el italiano pelo’e choclo y los dos gallegos no han estado
en la tabeada…
—¿Cómo lo puede asegurar? Si ni siquiera los ha interrogado…
—¿No viste que la plata de ésos estaba limpita y lisa? La de los otros
estaba arrugada y sucia de tierra… Cuando puedas observar una
partidita vas a ver cómo los tabeadores estrujan los billetes, los hacen
bollitos, los doblan y los sostienen entre los dedos, los tiran al suelo,
los pisan, los arrugan, etc. Uno de esos dos debe ser…
Se acercó de nuevo a la fila y pasándose el pañuelo por la cara dijo:
—Está apretando la calor, ¿no?
Miró al italiano de saco de pana y le aconsejó con tono paternal:
—Ponete cómodo… Sacate el saco…
—Estoy bien, gracias.
—Sacate el saco, te he dicho… —ordenó, entonces con rudeza, y
luego siguió con aire protector—: te va a embromar la calor si no lo
hacés…
A regañadientes obedeció el otro.
Apenas lo hubo hecho cuando don Frutos indicó al cabo:
—¡Metelo preso!… Éste es el criminal…
Dando un rugido de rabia, el indicado metió la mano en la cintura y la
sacó empuñando un pequeño y agudo cuchillo, pero el cabo, con
rapidez felina, se lanzó sobre él lo encerró entre sus fuertes brazos
mientras el oficial, prendiéndosele de la mano, se la retorció para
hacer caer el arma. En seguida, ayudado por los otros peones, lo
maniataron y lo arrojaron sobre un carro que le facilitó el
administrador para llevarlo al pueblo. Don Frutos recogió el saco del
suelo, lo estrujó poco a poco como buscando algo y, luego, con el
mismo cuchillo, le descosió el hombro y allí, entre el relleno encontró
escondidas las monedas de oro y el anillo. Después volvió a la mesa a
terminar su whisky y agradecer al dueño de casa su colaboración,
terminando lo cual la comisión montó a caballo y emprendió el
regreso.
Una vez que el preso estuvo bien seguro en el calabozo, el comisario y
el oficial se acomodaron en la oficina
Arzásola, impaciente, preguntó:
—Perdón, comisario, pero ¿cómo hizo para descubrir al asesino?
—Muy fácil, m’hijo… Apenas le vi las heridas al muerto supe que el
culpable era forastero.
—¿Por qué?
—Porque las heridas eran pequeñas y aquí nadie usa cuchillo que no
tenga, por lo menos, unos treinta centímetros de hoja. Aquí el cuchillo
es un instrumento de trabajo y sirve para carnear, para cortar yuyos,
para abrir picadas en el monte, y adonde se clava deja un aujero como
para mirar del otro lado y no unos ojalitos como los que tenía el
Tuerto. Después, cuando le metí el palito adentro, supe por la posición
que el golpe había venido de arriba para abajo y me dije: Gringo…
—Cierto, yo lo oí… pero ¿cómo pudo saberlo?
—¡Pero, m’hijo! Porque el criollo agarra el cuchillo de otra manera y
ensarta de abajo para arriba como para levantarlo en el aire…
—¡Ah!
—Después medí la distancia de los pieses a la herida y la marqué en la
espalda del cabo, alcé el brazo y lo bajé, pero daba más abajo…
Entonces me puse en, puntas de pie y me dio más o menos. Por eso
supe que el asesino era como cuatro dedos más alto que yo, y como mí
medida, asegún la papeleta, es de uno setenta, le calculé uno y
ochenta…
—Sí, pero ¿cómo adivinó que había escondido las monedas y el anillo
en el saco?
—Porque con el calor que hacía no se lo sacaba de encima. Pensé que
debía tener algo de valor para cuidarlo tanto y más me convencí
cuando empezó a sacárselo y le vi la camisa pegada al cuerpo por el
sudor…
—Servite, m’hijo… Aquí vas a tener que aprender a tomarlo cimarrón.
Arzásola lo aceptó y dijo:
—Creo que voy a tener que aprender eso y otras cosas más.
Lo vació de tres o cuatro enérgicos sorbos y lo devolvió al milico:
luego, como la mesa empezaba a tambalear nuevamente, tomó el libro
de psicología y lo puso debajo de pata renga.
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