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La cola del gato


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Juan Carlos Dávalos, el recuerdo de un poeta de la tierra

Nació el 11 de enero de 1887; su sangre lo unía a encomenderos y patriotas, su espíritu, a la tierra india

Su escritura es barro de su tierra. El mismo era geografía, su cuerpo le pertenece a la montaña y su voz al viento. Subiendo repechos, bajando hoyadas, esquivando cardones, anduvo su niñez. A los trece años, cuando murió su padre, marchó a tierras calchaquíes, a la finca de la familia Isasmendi, donde su bisabuelo había tenido una enorme encomienda que hoy ocupa todo el departamento de Molinos, provincia de Salta.

Juan Carlos Dávalos nació el 11 de enero de 1887, en San Lorenzo, Salta. Su sangre lo unía a encomenderos y patriotas, su espíritu, a la tierra india. Ya de joven fue recogiendo historias, respirando la fatiga de La Puna en cada verso. Esos collas que bajaban callados del cerro repetían en la mirada del poeta lo que sus palabras no decían. Y los chivos que andaban haciendo equilibrio por la áspera ladera se convertían en su puño en ripiosas expresiones.

Fue congregando el espíritu ventoso de una región que quedaba lejos. Con afán de nombrador le fue poniendo rostros a las historias desperdigadas. Por el surco negro del tabacal llegó en su verso Andrés Ramírez, mientras que otro poema tironeaba el burro de Don Ventura Perdigones, antiguo verdulero español. Sus versos fueron abriendo paso entre las ramazones del monte junto a Amadeo Alzogaray. Así se asomaron Loreto Peñaloza y Antenor Sánchez, por nombrar algunos de sus tantos paisanos. A Serapio Guantay, puestero del cerro San Lorenzo, le escribe unos versos: «viviendo yo en el poblado, tu en las breñas/ sin saber me edificas/ sin discurrir me enseñas/ con esta noble vida que practicas».

Aquellos relatos ásperos hurgan entre la piedra, persiguen un rastro antiguo. Son memoria, raíz que vuelve de tiempos olvidados tras la cultura andina arrastrando un español castizo. Pero no sólo le canta al paisaje ni se queda en la historia, también le escribe al hombre y a su dolor, al destino misterioso que se confunde entre la tierra y el cielo, entre el trabajo y el sueño, entre el olvido y la memoria.

 

Su obra

A los 16 años, junto a David Michel Torino, fundó un diario que no funcionó. Años más tarde fue nombrado profesor del Colegio Nacional, en Salta. En 1914 publicó su primer libro, De mi vida y de mi tierra. Luego llegaron los Cantos agrestes, su principal poemario, Los valles de Cachi y Molinos, El viento blanco, Salta, su alma y sus paisajes y Los Gauchos.

Fue él quien llevó en una oportunidad a Atahualpa Yupanqui a recorrer los puestos de los cerros, haciéndole conocer el alma de los Valles Calchaquíes. Esa travesía guarda un eco indio de más de cien años de resistencia.

Se apartó de los círculos literarios y, hundido en su Norte, continuó recorriendo los rincones. No era su distracción la escritura, era su entraña.

En 1937, en una de sus peregrinaciones, se largó a recorrer ochenta leguas de valle durante varios días. Aquella vez anduvo por El Churcal, Banda Grande, Molinos, Seclantás, Laguna Brealito, San José, Cachi y Payogasta. Una vez más ingresó a caballo norte adentro, se zambulló en el pasado, buceando la historia natural por los cerros, apuntando los gestos de la montaña. Sus notas van repitiendo el tintineo lento de un cencerro, el silbido del arriero que apura una tropa, van trepando cuestas medanosas, vigilando los asaltos del puma. Sobre su mirada vuela el polvo del tiempo y descansa el silencio hondo de la piedra. Comulgando con su tierra fue mezclando quietud viva, horizontes, arrastrando los sedimentos de una poesía torrencial. La de Dávalos es una voz antigua que enlazó en sus páginas el gesto sencillo de la región y la gravedad del universo, haciendo brotar de la simple observación una reflexión fecunda.

Tiempo después ese árbol de poesía entregó la savia a sus hijos y floreció hecho música en sus nietos. Como burlándose del éxito murió el 6 de noviembre de 1959 en Salta. Su amigo, el poeta Manuel J. Castilla, le dedicó entonces unos versos: «porque la tierra viva se quedó en las manos/ como una húmeda sombra enamorada/ Yo digo que la tierra lo nombra en la semilla». El viento blanco fue gastando sus días y el tiempo fue tapando sus huellas. Su memoria es un poema que todavía el pueblo no ha escrito.

Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1003348-juan-carlos-davalos-el-recuerdo-de-un-poeta-de-la-tierra