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Manuel J. Castilla, el vigente poeta salteño


Escribió páginas de gloria en el folklore argentino junto a músicos de la talla del Cuchi Leguizamón

Lo recuerdo al barbudo Castilla a fines de los años 60, caminando por las calles de Salta, pulcro, algo desaliñado, sonriente, de mirada soñadora y bondadosa. Conservó toda la vida el pelo oscuro, en cambio lucía la barba completamente blanca. Irónicamente comentaba a sus amistades: «¿Saben por qué tengo la cabeza negra y la barba blanca? Porque siempre hice trabajar más la papada que la pensadora», cerrando la ocurrencia con una carcajada.

Manuel J. Castilla formó parte de un grupo de líricos salteños que marcó una época en la literatura norteña, allá por los años 40. Veinte años más tarde algunos de ellos protagonizarían ese gran movimiento cancionero conocido como «el auge del folklore de los años 60», que trascendió a todo el país. Ellos fueron herederos del sentir comarcano de Juan Carlos Dávalos, patriarca y pionero de la novela, el cuento y la poesía del noroeste argentino.

Además de Castilla, ese grupo estuvo integrado por Jaime y Arturo Dávalos, José Ríos, César Perdiguero, Julio Santos Espinosa, Ariel Petrocelli y Aráoz Anzoátegui, por citar algunos nombres. Es preciso agregar a los músicos, solistas y conjuntos que difundieron la obra de los nombrados por medio de la canción: Eduardo Falú, Gustavo Leguizamón, José Juan Botella, Los Chalchaleros, Los Fronterizos, Los Cantores del Alba, Los de Salta, Los Nombradores y Jorge Cafrune, entre otros.

Manuel nació en Cerrilos, Salta, el 18 de agosto de 1918, allí el padre era jefe de la estación ferroviaria. Transcurrió su infancia presenciando desde los andenes la llegada y el paso alegre de los trenes, en medio de un paisaje de encantamiento, por momentos invadido por ráfagas de humo. En los primeros escritos recordaría con nostalgia esas épocas en el poema «El Tren»: «Madre/ ya viene el tren con su alegría/ y el crisantemo de humo que desgrana/ No sé por qué te siento más lejana/ cuando miro tu melancolía». «Oh, padre, adiós perdido en los andenes/ donde no sé por qué yo siempre espero».

El barbudo gustaba de la bohemia con amigos, acompañada por el vaso cordial. Así solía amanecerse en el boliche de Valderrama con el Cuchi Leguizamón, José Ríos y Perdiguero, hermanos de sueños y emociones, disfrutando momentos plenos de poesía; o en lo de cualquier otro lírico de la época, también creando, recitando con canto y guitarra de por medio.

Pese a haber vivido dentro de una calma provinciana tuvo una vida matizada, incluso fue hombre de mundo. Con César Perdiguero anduvo por España, Estados Unidos y México. En España conoció a Eduardo López Chavarri, destacado musicólogo y crítico de arte español.

El talento de Castilla estaba consolidado por una gran formación, nutrida principalmente de los clásicos castellanos y otras fuentes de la literatura universal. Fue titiritero, director de la Biblioteca Victorino de la Plaza, periodista del diario El Tribuno, de la capital salteña, pero fundamentalmente poeta.

En épocas de carnaval acostumbraba a perderse en las serranías calchaquíes para vivir esa fiesta y divertirse con el pueblo. En una ocasión viajó con el Cuchi Leguizamón a La Poma y en una carpa se trenzaron con Eulogia Tapia en una amable payada de coplas. Resultó ganadora la moza bagualera. De esa vivencia nació «La Pomeña», que ambos le dedicaron a la muchacha. El tema, de gran trascendencia, comienza diciendo: «Eulogia Tapia en la Poma/ al aire va su cintura/ si pasa sobre la arena/ y va pisando la luna».

Manuel, también fue peregrino por tierras americanas, anduvo norte arriba visitando Perú y Bolivia, países que lo fascinaban, quizás por alguno de sus ancestros altoperuanos y por la cultura de siglos atesorada por el pueblo boliviano, orgulloso de su identidad. Allá conoció el ambiente minero y vivió de cerca el drama de los trabajadores. Esas vivencias dieron origen al libro «Copajira». Uno de sus versos, «La Palliri» (mujer que trabaja en las minas) sentencia: «La Palliri no canta/ ni tampoco hila sueños»./ «Y no sabe que a ratos/ entre sus brazos recios / se le duerme el martillo/ como un niño de hierro/».

La producción cancionera de Castilla es muy vasta, con Leguizamón formó una importante dupla autoral. Aparte de La Pomeña compusieron otros temas de trascendencia como Zamba del Pañuelo, Balderrama, La Arenosa y Canción de Totoralejos, entre otros. En la composición también se unió a Cayetano Saluzzi, Fernando Portal, Rolando Valladares y Eduardo Falú.

Perduran sus poemas y canciones en el tiempo, que hicieron trascender con sentimiento y belleza el misterio del paisaje de su Salta, La Linda.

Por Héctor García Martínez para LA NACION