Acorde troiliano: “Homero vivía en el misterio”. Sí: en los crespones de humo que atravesaban la luz del bodegón, en la molienda de tangos que hacía el organillero, en el ciego inconsolable del verso de Carriego que fuma, fuma y fuma sentado en el umbral.
Sí, Pichuco, tenés razón, Homero Manzi, en verdad Homero Nicolás Manzione, que había nacido en Añatuya, Santiago del Estero, el 1º de noviembre de 1907 y crecido en barrios de tango para morir en Buenos Aires el 3 de mayo de 1951, vivió en el misterio. ¿Pero sólo en el misterio? Escuchá: orador de barricada en las épocas en que el radicalismo valía la pena; preso por estudiante reformista en las cárceles de la Década Infame; glosista de micrófono y libretista ganapán de la radio; denunciante caminador de la pobreza jornalera de las cosechas del norte; periodista de batalla y de peleas de fondo; guionista cinematográfico de las primeras películas argentinas que llamaron la atención más allá de la industria; cofundador de la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (Forja), presidente de la Sociedad Argentina de Autores y Compositores (Sadaic) y paremos por hoy que es domingo y hay que ir a los burros con esta pastosa resaca de cabarute.
Queremos decir: el Barba, el Gordo, Homero se codeaba sí, con la luna misteriosa. Pero también con la pura materialidad, con los cuerpos magreados por el capitalismo rural e incipientemente industrial y hasta con la corbata funcional que lució detrás de escritorios lustrosos porque sabía que si a la producción simbólica no la defendían sus ejecutores, la guita se la llevaban los ejecutivos.
MARCA DE IDENTIDAD
La mezcla de especias –rurales, inmigrantes, criollas, urbanas– estuvo a punto para sazonarlo como creador de territorio nacional allá por el casco de la Estancia 13 de Añatuya, donde su padre Luis, porteño hijo de tanos, tentado por las posibilidades que, le contaron, acababa de abrir el paso del ferrocarril, se fue a probar, con menguada suerte, el cultivo de maíz y algodón. A los pocos años volvió a la casa de Cochabamba, en Boedo, con otro incipiente fruto: un poeta en plena germinación.
Y no cualquier poeta. La relación con Santiago perdurará, ya que parte de la familia, encabezada por Carmelo, hermano mayor, se quedará para que el bardo tienda un puente sentimental de ida y vuelta, de modo que la cuerda del recuerdo no se desafinara: “Aquí, aquí mismo, bajo este algarrobo grande ahora partido por un rayo, me sentaba en cuclillas como los hombres para tomar mates de leche y comer tortillas. Yo era un chico de cinco años y el árbol era fuerte y verde (…) Estaba siempre lleno de músicas. Las chicharras comenzaban a cantar cuando las vainas del algarrobo estaban doradas, maduras. A ese canto debo mi primera angustia”.
Anhelante conexión poética de epifanía y pérdida porque la música exhala un perfume que no detiene el tiempo. “Los primeros movimientos de la vida embellecen todo lo que tocan”, dijo. Ese ámbito campestre le regala la frecuentación temprana con otras voces, otros ámbitos, lo desplaza del mástil de porteñidad que contribuirá a erigir y lo familiariza con un aire poético y gauchipolítico: la depredación y explotación de los cercanos quebrachales en el monte chaqueño, la vida guacha de los jornaleros asolitariados por la lejanía con sus puntos de apoyo vitales. Años más tarde, con Raúl Scalabrini Ortiz, profundizará los saberes de la expoliación: unos trenes cargueros pensados como ligeros dráculas listos a chuparse bosques enteros, unas gentes exprimidas y arrojadas al costado de las vías. Así es, Pichuco, Manzi sabía que los trenes sembraban mucho más que un misterio de adiós.
Lo que boedamente le creció a Homero fue la glándula sentimental. Pero no desde el lugar del “pobrecito poeta que era yo” sino desde una esponja a la que entraban todos los aprendizajes. El animal contemplativo que había en el poeta también era pícaro y, si lo jodían, peleador.
Lo supieron los bandidos del Colegio Luppi, el internado de Pompeya donde adoleció tres años para terminar luego el secundario en el Mariano Moreno. Desde las ventanas de aquel colegio contemplaba el largo terraplén que se había apurado desde Pompeya a Soldati para frenar las arremetidas de la inundación. Era la época en que el pibe Homero se conseguía cuatro días de asueto por ser el mejor promedio de su división. Entonces el muchacho se aireaba garabateando versos para colarse en la murga pompeyana “Los presidiarios”: “Con el cuento de la guerra/ se nos llevan todo el grano/ y nosotros, los criollos; con la paja se contetamo”.
Hiperestésico, miraba el paisaje suburbano: baldíos, cafetines, carros desbordados de verdura, latigazos en los lomos de los matungos. Con todo eso aspiraba bocanadas de aliento poético. Antes, y en paralelo a la ósmosis libresca, las palabras entraron a la máquina creativa de Homero con suaves punteos, rasgueos y octosílabos a través de las rimas de José Betinotti y Gabino Ezeiza. Eso lo emparentó con la aspiración hernandiana de combinar una metafísica de los llanos con el pulso de una queja que se entrelazaba con la protesta cívica.
PAISAJE SONORO
El tango comenzaba a erguirse por las calles del centro con una historia joven y de rápida digestión; el bandoneón se abría y cerraba sobre sus compases y nada de eso se le escapaba al pibe, que también quería entrometerse por otros tugurios donde los libros mordían una síntesis de vanguardismo rupturista y la búsqueda de identidad. Raúl González Tuñón sonaba con El violín del diablo; Nicolás Olivari con La musa de la mala pata; Jorge Luis Borges inflaba un pecho patriótico con El tamaño de mi esperanza, Leopoldo Marechal se presentaba con el aire clásico de Días como flechas.
Se cruzaba ya el meridiano de la década del 20, y ante las neblinas de la parla inmigratoria algunos proponían su integración y muchos cortarle la lengua. Otro González Tuñón, Enrique, narraba cuentos con el título Tangos, Horacio Quiroga enfilaba junto a Los desterrados. Ricardo Güiraldes y Roberto Arlt sacudían la novela con dos proyectos que consumían, entrambos, varias encrucijadas: el romanticismo rural, estanciero y elegíaco de Don Segundo Sombra, el primero, y El juguete rabioso de la ciudad esquiva y humilladora, el segundo.
Cuando la familia Manzi se muda a la casa de Garay 3259, Homero no tenía por qué saber que a la vuelta vivía el letrista-anarco-dramaturgo José González Castillo. Pero su hijo, Cátulo, recordó en La Opinión Cultural el 20 de abril de 1975: “A Homero Manzi lo conocí cuando aún tenía pantalones cortos (…) Este muchachito pasaba silbando siempre por la puerta de casa. Yo había cumplido 17 años y él era un año menor. Cuando supo que yo era el autor de ‘Organito de la tarde’ se acercó a mí”. Y le pasó una letra de lo que terminó siendo el tango “Viejo ciego”. El gordito silbador se había animado a un lenguaje nuevo y limpio con vueltas metafóricas, como recién nacidas para el mundo tanguero: “El día que se apague tu tango quejumbroso/ tendrá crespones de humo la luz del bodegón”, escribió con aires de modernismo rubendariano en retirada. Dejaba de lado los guijarros canyengues pero no su mitología de la tristeza: “A ver, viejo ciego, tocá un tango lerdo,/ muy lerdo y muy triste que quiero llorar”.
La atmósfera de pérdida ataca por varios frentes. Si Rubén Darío había escrito “cuando quiero llorar no lloro y otras veces lloro sin querer”, al adolescente Manzi se le aflojaban poéticamente los lacrimales al paso de aquel violinista ciego. Ya estaba fundada esa estirpe que permanece: los recuerdos son la presencia enroscada de un futuro que siempre está escamoteado como la vida, el tiempo, la materialidad, la justicia.
Cuando Cátulo Castillo conoció a Manzi, “concurría al Colegio Luppi, de la calle Centenera, y ya tenía grandes aficiones políticas. Un día los pibes del barrio me dijeron: ‘¿Vos no oíste hablar a Homero? El domingo que viene, a la mañana, da una conferencia. Tenés que venir. Es en el teatro Boedo’. Y fui. Hablaba sobre el radicalismo, sobre Yrigoyen, con fervor increíble. Era un orador hecho y derecho, cocinado totalmente. De allí mi admiración por él. Más tarde le presenté un pelado que concurría a mi casa. Le dije: ‘Vení que te presento a un muchacho que compone muy bien. Juntos pueden hacer grandes cosas. El muchacho era Sebastián Piana’”.
La barra olfateaba de por allí nomás los efluvios que también salían del grupo Boedo, su literatura de denuncia con las Larvas de Elías Castelnuovo, los Cuentos de la oficina de Roberto Mariani, los Barcos de papel de Álvaro Yunque. También incidía la marca vanguardista del martinfierrismo, con Borges a la cabeza. Todo eso iba a parar al tango: desde el spleen baudelairiano hasta el sentimentalismo urbano de Baldomero Fernández Moreno, pasando por hispanismos que seguían andando entre rocines y lazarillos.
EL CAMPO POPULAR
El radicalismo de Manzi había burbujeado ya en 1916 con entusiasmo infantil. Había visto cómo la multitud desenganchaba la carroza protocolar que llevaba al presidente recién juramentado Hipólito Yrigoyen y lo depositaba en andas en la Casa Rosada, tras los primeros comicios universales, machos y secretos. El compositor sería un bisoño jefe de su comuna barrial, la 8. También su lucha pasaría por el espacio universitario de la Facultad de Derecho, donde quería armarse abogado. El edificio gótico que aún insiste en la avenida Las Heras al 2200 cobijaba a los aspirantes a picapleitos. Pero los garcas no querían dejar que esa carrera, que formaba al núcleo político de su clase social, se dejara oxigenar por la chusma.
Homero era estudiante mientras Marcelo T. de Alvear ocupaba la presidencia en nombre de un radicalismo amarilleado con los colores de la oligarquía y los apellidos de los doctores que defendían intereses británicos. El impulso reformista –y aun el de la Reforma Universitaria de 1918– se decoloraba con los galeritas panzones, esos burgueses criollos, autosuficientes y despreocupados, con el habano puesto, tan bien ironizados por el humorismo gráfico de la época.
Manzi se empleaba en un trajín político de maratonista: en el Comité Universitario Reformista (CUR) como integrante de la comisión de prensa; en el Partido Reformista Centro Izquierda y en el bautismo del grupo Vanguardia Radical que encabezaba en su comuna porteña. En la condición de luchador estudiantil, entrevistó a Hipólito Yrigoyen en su domicilio de la calle Brasil con un grupo de correligionarios. El caudillo compartió las cuitas de los muchachos: “Yo soñé que la universidad habría de ser la cuna del alma argentina. Pensé que la ciencia que llegaba desde la vieja Europa iba a ser el instrumento al que la universidad daría emoción nacional. Y pensé también que esa cultura argentinizada en justicia se convertiría en un ejemplo para las juventudes de América. Pero me he equivocado”. El letrista se alejó de allí con la imagen del caudillo como la de un santón laico.
Yrigoyen irá por la reelección, que obtendrá en 1928; el autor se subió a las tribunas y viajó por el país para defender la “causa”. Borges preside el Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes, al que se suman Leopoldo Marechal, los hermanos Tuñón, Roberto Arlt. También será el nexo para que se conozcan el autor de El Aleph y Arturo Jauretche. Todos se cruzarán en banquetes radicales. El nacionalismo impregnaba lo político y lo cultural, el lenguaje se dejaba cruzar por el cocoliche y el lunfardo. El Barba se enamora de la paica Rita, una piba del Abasto. El golpe militar de José Félix Uriburu le da un hachazo a la democracia con el Peludo a cargo de un país que no pudo ponerse a salvo ni de la crisis mundial ni del crac del 29. Su activismo en la resistencia lo llevará a la tenebrosa penitenciaría de Las Heras y Coronel Díaz, acusado de lesiones en una toma de la Facultad. Desde su celda escuchará, el 1º de febrero de 1931, las descargas de fusilería sobre el anarquista Severino Di Giovanni. Pasa por la incomunicación, por la huelga de hambre, por la reiteración obsesiva de los poemas memorizados (de Verlaine, de Darío, de Guido y Spano) para diluir las horas. A los dos meses sale, sin haber sido procesado, pero el régimen militar lo había marcado: le impide continuar con su carrera y lo exonera de las dos cátedras en la enseñanza media con las que se ganaba el sustento.
LOS AÑOS 30
Había refrendado otro amor, ahora por la viuda Casilda Iñiguez, con subrepticias cartas arrojadas entre las rejas de la prisión. Se casaría a fin de ese año, y encontraría en el periodismo la nueva fuente de ingresos. En los años 30, infames y tristes, sube al parnaso popular: conecta la base tanguera con la milonga que venía de la negritud, escribe, escribe. El teatro, la radio, el radioteatro, el incipiente cine, el fonógrafo –y en casi todo eso la voz de Carlos Gardel– le dan mayoría de edad al tango. Entre otras cosas, gracias a la renovación lírica de ese poeta que no había cumplido los treinta años y que sintonizaba con la emoción del suburbio, sus amores contrariados, sus cafés sombríos.
Entonces ya entraban por los oídos “El pescante”, “Mano blanca” y las milongas (“Sentimental”, “del 900” y la extraordinaria “Milonga triste”), donde el clima travieso del género se mezcla con las marcas sufridas de los acordes pampeanos. Y más, en Manzi siempre más: la poesía del mundo trasvasada a la letrística y por excelencia, desde el idioma español, la influencia de Federico García Lorca, a quien el autor ya había leído cuando sacude el mundo cultural con su presencia en 1933. “La luna cayó en el agua/ el dolor golpeó mi pecho/ con cuerdas de cien guitarras/ me trencé remordimientos”. Sólo le hubiera faltado publicar un “Romancero del tango” para empardar al gitano.
Manzi, ese que encendía el motor hiperactivo a la mañana, espantando los restos diurnos de los pecados nocturnos, ese que ahí nomás se despabilaba con un café mientras ordenaba los derroteros del día con una treintena de llamadas telefónicas, como contó su viuda, ese rayo hacedor, Homero, el que hacía culto del metejón con los burros y seguía la campaña de Huracán, ese rayo vitalista, sin embargo acentuó en sus canciones la melancolía con que se definía a Buenos Aires. Esa expectativa sin contorno con la que también Raúl Scalabrini Ortiz, en su ensayo El hombre que está solo y espera, perfiló al hombre de Corrientes y Esmeralda con la mirada fija en el trago, en los remolinos espumosos del café. La necesidad de un reino de la posibilidad siempre estaba en el aire, pero se frustraba, che, se frustraba. El humor porteño pasaba de la tragicomedia sainetera a la dramática sombría del grotesco, con Armando Discépolo a la cabeza. Acaso porque toda la ciudad, todo el país, era una ñata contra el vidrio: un deseo que se intuía posible consumar pero que siempre se postergaba en los umbrales.
La intuición política cantó para Manzi para que fuera uno de los fundadores, junto con Arturo Jauretche, Gabriel del Mazo y Darío D’Alessandro, entre otros, de Forja. Se trataba de mantener la llama del yrigoyenismo nacional-reformista y de enfrentar a los Sanz, Brandoni de otrora, garquizados por el juego fraudulento que proponían los militares coligados del círculo rojo de entonces, presidido políticamente por el general Agustín P. Justo. El grupo, que acercaba sus cuadernos de nacionalismo económico a un coronel que ya estaba haciendo ruido, tuvo corta vida pero alta incidencia. Y sin saberlo aún, pavimentó el camino que llevaría a unos cuantos yrigoyenistas al peronismo.
UN CREADOR INQUIETO
Manzi –político, poeta y periodista activo, como director de Radiolandia– ya se preparaba para saltar hacia el cine y daba fuertes mandobles de crítica cultural: a Carlos Gardel por extranjerizarse entre Europa y Estados Unidos en vez de empujar la incipiente industria cinematográfica local; al mismo cine argentino por hacer del criollismo una postal for export mal coloreada y peor pensada. Se arremangó él, y en dupla con Ulyses Petit de Murat, escribió los guiones de un cine prosopopéyico (La guerra gaucha, Pampa bárbara, Su mejor alumno, sobre la vida de Sarmiento) que entregó, con eso, las imágenes más dinámicas que renovaron el cine nacional.
Se lanzó a la aventura de fundar Artistas Argentinos Asociados, presidió Sadaic, viajó como glosista de grandes orquestas, escribió teatro. Pero, replegado –una concentración que podía regalarse hasta entre los trajines del set, apenas apartándose, como describió Petit de Murat–, volvía a tocar el Olimpo y todo el cielo: “Sur”, “Che bandoneón”, “Malena”, “El último organito”. Fiorentino, Rivero, Marino, Floreal Ruiz, Ángel Vargas entonaron esos himnos del cancionero popular que luego pasaron por la garganta rallada de Roberto Goyeneche para quedarse hasta el fin de los tiempos.
Cuando, en 1948, supo que aquello que lo iba a matar, el cáncer, ya serpenteaba en su cuerpo, que transcurrían sus últimos compases apenas pasados los 40 años –murió a los 43–, toda la tanguera concepción del tiempo como sustancia fatal, sucesiva e irrevocable, terminó de configurarse. Porque iba a ser cierto, resultaría cierto que con nombres flotando en el adiós la desgracia abrazaría la historia personal y la historia a secas. El pretérito era perfecto y no se dejaba iluminar por el futuro.
Desde su lecho final del Instituto Costa Buero, le pedía a su amante, la cantante Nelly Omar, que se desnudara nada más que para verla, nada más que para entrar en la nube de la agonía con su imagen. Su amigo Barquina, frente al féretro, te susurró a vos, Pichuco: “Para esto no hay reposición”.
Fuente: https://carasycaretas.org.ar/2021/05/07/manzi-arrabal-y-despues/