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Jardín literario: Para que no entre la muerte


Daniel Moyano

El Viejo fijó un buen rato los ojos en el arroyo, por lo menos hasta la primera curva, donde aparentemente desaparecía; después dio una chupada a la pipa y se quedó como pensando.

-¿Pasa algo? -dije sin mirarlo, con los ojos clavados en el agua para tratar de ver lo que él había visto.

-Están pasando muchas cosas en este momento -me llegó la voz-; debe haber comenzado a llover en las sierras grandes. La creciente llegará aquí en un par de horas. Vamos a buscar las redes.

Habíamos perdido muchas crecientes por no conocer bien las costumbres de la lluvia. Muchas veces, a pleno sol habían pasado crecientes hermosas llevándose lejos, hacia las ciudades ricas y poderosas preciosos cargamentos de objetos que hubieran sido útiles para nuestra casa. Porque nosotros a la casa la hicimos con el río.

A medida que en el pueblo se construían hoteles para los turistas, a nosotros nos obligaban a corrernos más hacia las afueras. Ya habíamos hecho como cuatro o cinco casas utilizando los troncos y las cañas que había en los suburbios, pero ahora, donde nos había tocado, no había más nada. Las lomas estaban roídas por las cabras y el terreno pedregoso llegaba hasta la orilla misma del arroyo. Cuando llegamos con los colchones al hombro, algunas gallinas y nuestra colección de tías, los vecinos ya habían utilizado todo el material posible de la zona. Nos ayudaron a reconocer la parte de terreno que nos correspondía -puras piedras- y nos alquilaron una piecita al frente del terreno, del otro lado del arroyo, hasta que pudiésemos construir la casa. Era fácil ver en los alrededores que donde faltaba un árbol ese árbol estaba clavado en forma de poste formando la esquina de una casa. Las piedras más o menos cuadradas habían desaparecido también y eran o pared o piso en las casas desparramadas por el pedregal ese. Tampoco había lajas ni adoquines ni piedra bola: todo había sido aprovechado por los que llegaron primero.

Me acuerdo que mientras mis tías sacaban sus vestidos azules y rojos de los baúles y los colgaban en los clavos de las paredes de la piecita, yo y el abuelo nos sentamos en medio del terreno a pensar qué se podía hacer.

-Acá ya no queda nada, más vale que busquen otro lugar más lejos -nos dijo uno de los vecinos mientras rasqueteaba a su caballo.

Mi abuelo debió estudiar profundamente el arroyo en ese momento, porque después de mirarlo un rato dijo:

-Nos quedaremos.

Lo que no recuerdo es si mi abuelo era joven antes de llegar aquí, porque después supimos, durante el resto del tiempo, que él había envejecido después de descubrir los misterios de la lluvia. Que era como saber, según lo supimos siempre, todas las cosas de la vida y de la muerte. Pienso que sus cabellos se pusieron blancos en esos minutos, porque una vez, cuando le pedí que me explicara el asunto de las crecientes, que él preveía con varias horas de anticipación, me dijo que si lo aprendía envejecería en el acto. Pero las cosas se equilibraron, porque si envejeció en ese momento, ya no necesitó fuerzas para acarrear piedras desde lo alto de las lomas (además ya no había), ni troncos desde las llanuras distantes, porque con las crecientes todo se lo traía el río y se lo dejaba en el mismo terreno, gracias a la red que habíamos construido con alambres también traídos por el arroyo.

Nuestra llegada, mejor dicho de mis tías con sus vestidos al viento llenos de colores y de pliegues, fue una alegría para el barrio. Vivíamos todos amontonados en la piecita y teníamos una radio de pilas ante la que mis tías lloraban inclinadas cuando oían alguna canción de Libertad Lamarque. Mis tías eran hermosas y los hombres, a la tardecita rodeaban nuestra pieza esperando que saliera alguna de ellas. Salían por las noches, perfumadas, y se iban con los hombres a caminar por las riberas siguiendo el canto de los sapos y, de tanto en tanto, según la luna, nacían hermosos bebés, que en poco tiempo se prendían a los bigotes del abuelo. Cuando les dolía la pancita, yo seguía el curso del arroyo y buscaba menta para las infusiones, y al volver oía que el vecino rasqueteador de caballos le decía a mi abuelo que era muy difícil alimentar tantos chicos. El viejo consultaba al río antes de responder y luego de una corta meditación decía:

-Que nazcan. Ellos son la única alegría que podemos tener en la vida.

Yo mismo había nacido así y era una de sus alegrías.

El año de la Gran Creciente murieron muchos bebés, porque dicen que el agua había sido revuelta por los microbios. Lloramos todos muchas veces y mi abuelo se sacó el sombrero por primera vez en varios años. También vinieron a llorar los hombres de los alrededores y por un tiempo más o menos largo no volvieron a salir con mis tías siguiendo el canto de los sapos. Aprovechamos esos días de mucho silencio para reforzar nuestras redes. El abuelo decía que había que detener en todo lo posible las riquezas que traían las crecientes, «porque si no esta zona será siempre muy pobre. Las cosas pasan por este arroyo, llegan al río y siguen saltando y bamboleándose; luego el río avanza hacia ríos más grandes, con más riqueza acumulada, y todo va a parar finalmente a Buenos Aires, y después al mar, a Europa, y nosotros nos quedamos con las manos vacías».

Aquel día la creciente había sido muy rica. Además de ladrillos medio redondeados pero sanos había traído adoquines, muchos tarros y piedras grandes de varios colores. La parte de red que me tocó controlar solo dejó escapar una lata de querosén de veinte litros, que abierta hubiera significado una buena parte de techo. La vi bambolear por encima de las crestas sucias, casi en el aire, y perderse vaya a saber hacia dónde, pero logré detener una gran piedra blanca casi cuadrada, que ahora forma el ángulo más vivo de nuestra casa. Después separamos las piedras por formas, luego por colores; también los adoquines, los ladrillos, que eran muchos y la gran cantidad de tarros para el techo. Cuando pasó la creciente pese al fresco que hacía; mi abuelo y yo sudábamos.

Mis tías salieron todas juntas de la pieza y levantándose los vestidos azules cruzaron el arroyo para ver cuántas maravillas nos había dejado la creciente. Ellas mismas se pusieron a ayudarnos a separar todo y, mientras lo hacíamos, cantábamos sin saber qué estábamos cantando. Todos estábamos contentos porque había material para proseguir la casa, que ya tenía casi treinta centímetros de alto. Ahora podríamos llegar al metro por lo menos. Solamente el viejo no estuvo muy contento, y no quiso contestarme cuando le pregunté por qué estaba así. Pero me respondió años después (años que para él no significaban nada, porque estaba acostumbrado a usarlos), me dijo cosas que no pude entender y que sin duda se relacionaban con esos días de silencio, de los chicos cuyos rostros yo había olvidado completamente, de las aguas revueltas por los microbios y de otras cosas más que el abuelo mismo temía. Creo que fue entonces cuando me dijo que era mejor no entender nada para no envejecer de golpe.

El verano terminó, y con él las lluvias, y mis tías estaban impacientes porque termináramos por lo menos una pieza y la techáramos. Sobre todo dos de ellas, que esperaban alumbrar hacia la mitad del invierno, pero el viejo vacilaba antes de decidir un cambio de emplazamiento de la casa, que tenía muy pensado. Se pasó varios días mirando no solo el río sino también las plantitas que crecían en las riberas. Levantaba piedras, observaba los bichos que vivían debajo de ellas, cortaba y olía las hojas de las pocas plantas que sobrevivían en el pedregal. Un día decidió que sacáramos todas las piedras que ya habíamos puesto y que llegaban apenas a treinta centímetros de altura, porque había resuelto construir la casa más lejos del arroyo, casi sobre el nacimiento de la loma. Ciertamente el viejo se volvía más misterioso a medida que avanzaba en el conocimiento del arroyo y de las lluvias. Observaba cuidadosamente el desplazamiento del sol entre las estaciones, y todo lo que clavaba o plantaba tenía relación con el giro del fuego. La única explicación que nos daba era:

-Ustedes no entienden nada de estas cosas. Tenemos que protegernos.

Finalmente cavamos los cimientos otra vez en un lugar muy incómodo que nos obligaba a hacer un rodeo para traer el agua y para salir a la calle natural que corría junto al arroyo y llevaba al pueblo. Mis tías protestaron hasta muy avanzado el invierno, y después callaron cuando el viejo anticipó la nevada. Hacía cuarenta años que no nevaba en la zona. Desde entonces nunca más discutieron sus puntos de vista.

Antes de decidir el nuevo emplazamiento, desapareció por una semana. Se había ido al monte, que estaba al otro lado del río grande. Volvió lleno de pelos, yuyos y bichos, medio quemado por el sol y con un gesto triunfante. Trajo dos quirquinchos que le habían sobrado de la cacería que hizo para alimentarse esos días y anunció, muy contento, que ya sabía dónde haríamos la casa.

-En esta casa no podrá entrar nunca la muerte -dijo estirándose los bigotes.

Mis tías entonces hicieron girar sus dedos índices sobre las sienes y le sacaron la lengua.

En el verano siguiente, durante el tiempo que le dejaba libre el olfatear las crecientes, marcaba en el suelo la sombra que proyectaba una estaca alta clavada frente al sol. La sombra era paulatinamente más larga y luego, a medida que se iba el verano, se acortaba. En todos los casos mi abuelo marcaba bastante hondo en el suelo el alcance de la sombra, de modo que al final había un montón de rayas profundas que sin duda tenían una relación directa con la orientación de la casa, o quizás con su muerte, vaya uno a saberlo. Se lo pregunté y él admitió ambas cosas casi sonriendo y me dijo que no me convenía ahondar más en el asunto. «Eso dejalo para mí, que ya estoy viejo».

El abuelo tenía razón. Cuando terminó la casa empezó a morirse. Pero fue una muerte larga, que duró varios años. Creo que comenzó a morir aquel día que volvió del monte, lleno de bichos. Esa noche se le descolgó una arañita del ala del sombrero y una de mis tías, asustada, se la quiso sacar.

-No la toquen; dejen esa araña donde está -le oí gritar por primera vez.

La araña, comprendiendo, subió por su hilo y se escondió otra vez en la cabeza, debajo del sombrero.

Habíamos terminado las dos piezas de mis tías, una hecha enteramente de adoquines y otra de canto rodado. A los pocos días de mudarnos, los hombres de mis tías tenían que cruzar el arroyo, de noche, haciendo equilibrio sobre las piedras para poder darles las serenatas de costumbre. Conocíamos perfectamente sus voces y sus desafinaciones. Ése es Evaristo, ése Pablito, ése Pepito, decía mi abuelo en la sombra del cuarto, mientras se dormía con el sombrero sobre la cara para evitar la luz de la luna que entraba por la ventana. A mí me quedaba más lejos el camino del arroyo para ir a buscar los yuyos contra el dolor de panza de los chicos pero después sacrificamos algunos tarros destinados al techo de la cocina y en vez de abrirlos trasplantamos en ellos las variedades principales para tenerlas de noche al alcance de la mano. Dormíamos en la pieza de las tías solteras, para evitarle al viejo el llanto nocturno de los chicos, que le impedía oír el ruido del agua del arroyo, tan importante para él. Nos faltaba la cocina, que tenía ya la mitad de su altura, hecha con ladrillos, redondeados por las aguas. Ese año hubo varias crecientes, pero no trajo ladrillos, solamente piedras y adoquines, y el viejo quería terminarla con el mismo material con que había empezado. Además, no se podía poner en la parte alta de las paredes material más pesado que los ladrillos carcomidos por el arroyo. La última creciente grande vino llena de víboras, y nadie se animó a meter un solo dedo en el agua. Durante varios días tuvimos que ir a buscar el agua, en tarros, al hotel de los militares, al pie de la montaña, que quedaba bastante lejos. Nos llevaba casi todo el día ir y volver, pero los hijos de mis tías se salvaron de los tremendos dolores de estómago y de la mala suerte de varios niños que las aguas contaminadas silenciaron río abajo ese año.

Un día, con una lluviecita muy pobre, sin creciente, llegaron por el arroyo cerca de trescientos tarros vacíos de duraznos. Venían del hotel ese, donde los coroneles pasaban quince días de vacaciones. Eran todos del mismo tamaño y de idéntico color, lo cual favorecía la construcción. El viejo decidió entonces, muy a su pesar, terminar la cocina. Abrimos una gran cantidad de tarros para terminar las paredes y luego y con los mismos tarros hicimos el techo de dos aguas. Como sobraron muchos, cortamos algunos por la mitad, sin abrirlos pero desfondados, para hacer las canaletas de desagüe. Mis tías quedaron maravilladas de los detalles. La cocina parecía una casita dibujada, con su chimenea de latas tan azules como el humo.

Generalmente los hoteles arrojaban la basura al arroyo. Un día vimos pasar alrededor de dos mil patas de gallina. Mi abuelo dedujo que se trataba de la colonia militar, que era el hotel más grande de la zona, explicando que si eran dos mil patas se trataba de mil pollos, de los cuales podían comer bien alrededor de dos mil coroneles. Yo los conocí. Eran muy buenos conmigo y me daban propinas cuando trabajaba de parapalos en la cancha de bowling del hotel.

Hacía unos días que habíamos terminado la cocina cuando al viejo se le aflojó el primer diente. Se estuvo hurgando un rato con los dedos y protestando, hasta que se lo sacó y lo arrojó por la ventana. Fueron inútiles todos los yuyos que tomó (traídos a veces desde la cima de la montaña, donde el viento y las plantas son más limpios), porque cada tres o cuatro días se le aflojaba otro más, que él arrojaba afuera maldiciendo la vida, y yo cada día entendía menos lo que decía, hasta que se quedó sin uno solo y no pudimos entenderle nada por un tiempo.

Las demás partes del cuerpo se le fueron yendo poco a poco, y cuando se habían ido del todo vino la Creciente Terrible que casi se lleva el hotel de los coroneles. Estuvimos toda la noche tapándonos los oídos y tocándonos el corazón con las manos para que no se nos soltara de miedo, oyendo las piedras inmensas que la creciente arrojaba contra la pared más gruesa de la casa, donde el viejo no había dejado ninguna puerta ni ventana.

Al otro día el arroyo, que había cambiado de curso, estaba en el lado opuesto al que había tenido siempre, y ahora sí todo era natural; pasaba al frente mismo de la casa y los yuyos para los hijos de mis tías quedaban al alcance de la mano. El arroyo pasaba ahora por los lugares que mi abuelo había marcado pacientemente siguiendo el curso del sol con la sombra de las estacas. Nuestra casa se había salvado, pero el río se llevó varias, con todo lo que había adentro, entre ellas la del hombre que rasqueteaba los caballos y que, según dicen, le habla dado en otros tiempos muchas serenatas a una de mis tías, que lloraba mucho.

Nosotros lloramos ese día todo lo que había que llorar por los que se había llevado el agua. Vinieron fotógrafos de ciudades distantes y un avión estuvo dando vueltas por el lugar.

Ahora hace mucho que no llueve, y harían falta algunas crecientes para mejorar ciertos detalles de la casa. A veces miro el río y noto cambios de color o de sonido, pero evito mirarlo mucho, porque no quiero envejecer. Algunos de los hombres de mis tías consiguieron trabajos buenos y se fueron de aquí con ellas. Hoy están en Buenos Aires, son señoras elegantes y tienen hermosos perros que sacan a pasear por las plazas iluminadas. Muchos de los chicos que tomaban las infusiones que yo hacía con yuyos, se han ido también y trabajan en grandes fábricas, amplias y hermosas, a las que entran y salen como si fueran los propios dueños.

El viejo me dijo varias veces que cuando él se fuera se prolongaría en mí, que seguiría viendo por mis ojos, tal como sucede cuando advierto el cambio de color en el agua. Por eso he resuelto quedarme aquí para esperar el fin. Algunas veces siento deseos de irme de este pueblo, pero advierto que, pese al deseo, el río no me ha dado todavía los medios para hacerlo.

Los otros días se me descolgó una arañita del sombrero que heredé del abuelo. La tomé por el hilo y la tiré al río. Después estuve mirando un rato cómo el agua se la llevaba, probablemente hacia las ciudades ricas y llenas de luces.

Daniel Moyano (Buenos Aires,  1930 – Madrid, 1992) fue un escritor, músico, periodista  y crítico literario argentino. Ya en su primer libro de cuentos, Artista de variedades (1960), propuso un tipo de realismo que, según él mismo confesó,  incorporaba procedimientos de C. Pavese y F. Kafka; le interesaba más reflejar atmósferas y estados mentales que la realidad externa. Publicó cuentos y novelas en los que alude al abandono y la pobreza provincianas, así como a la migración desde el interior hacia las grandes ciudades argentinas. Ha escrito El rescate (1963), La lombriz (1964), El fuego interrumpido (1967), Una luz muy lejana (1967), El monstruo y otros cuentos (1967), El oscuro (1968), Mi música es para esta gente (1970), El trino del diablo y El estuche de cocodrilo (ambas de 1974), entre otros.